La forma y el contenido de la democracia

La forma y el contenido de la democracia
"Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido.No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;busquemos, pues, otro camino"
José Antonio Primo de Rivera 16 de enero de 1931

lunes, 20 de junio de 2016

Teoría Falangista del Poder y Separación de Funciones


Teoría del Poder en el Estado Nacional (1947) por Jose Luis de Arrese. 

 


Del planteamiento falangista de José Antonio Primo de Rivera se concluye la gestión cooperativa del Estado dentro de un marco legal que salvaguarda la integridad de la Nación en sus Leyes Fundamentales. 

En el planteamiento Joseantoniano, el Estado reconoce el sindicato como estructura de participación de poder, mientras que el carácter instrumental del Estado queda claro en la norma programática de la Falange. 

Es decir, que toda la Nación funciona como una gran cooperativa (pero con un marco legal adecuado), los cargos se designan mediante una democracia orgánica con representación en las Cortes, el gobierno y la Jefatura del Estado, elegidos en principio por las Cortes, velan por el cumplimiento de las Leyes Fundamentales.

Para garantizar la libertad el nacional-sindicalismo reparte los poderes del Estado entre el sindicato vertical, que recorta las atribuciones del Estado ocupándose cooperativamente de la estructuracion de la economía, y el propio Estado que incluye al gobierno de la Nación, las Cortes, las instituciones y la Jefatura del Estado.

La Falange Futura debrá incluir además el derecho popular de legislación en el que cualquiera que obtenga los apoyos suficientes pueda elevar un proyecto de ley a las Cortes actuando a modo de diputado popular e incluso podría darse el Senado Popular con el fin de aprobar las propuestas de las Cortes mediante un sistema de referendums en la red. Estas son las ventajas que proporciona la tecnología actual.

Así mismo quedaría garantizada la independencia de la Función Judicial, sin intromisiones políticas en la elección de sus cargos, pero dentro de su función de cumplir y hacer cumplir la legislación.


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Aunque diseñada para las circunstancias concretas de la España de 1947 la obra de José Luis de Arrese contiene numerosas ideas de permanente validez y actualidad.

No obstante cualquiera que se haya leído la declaración programática de Falange Española Digital será capaz de distinguir los conceptos que asumimos plenamente de aquellos meramente coyunturales en 1947 que hoy nos parece necesario adaptar a la realidad de la sociedad actual.

Las "novedades" que pueden encontrarse en este blog se iniciaron hace muchos años en el blog Democracia Orgánica Digital  cuando no se conocía la existencia del grupo de extrema izquierda que ahora son famosos, sin mérito, como Podemos.

Aquí demostramos nuestro fundamento en la actualización de la más pura doctrina falangista y damos a conocer todo el trabajo olvidado de José Luis de Arrese durante el Estado Nacional por su interés didáctico, histórico, filosófico y en gran parte permanente.


La separación de funciones.



A través de los capítulos anteriores hemos alcanzado la posibilidad de hacer esta definición del Estado: Organización exigida por el derecho para regular, conforme a él, el vivir de una colectividad humana constituida en entidad social por la acción de la historia. Se trata ahora de estudiar aquel elemento o dimensión del Estado que constituye la realización de éste; el Poder.

Puestos a definirlo puede ser considerado como un poder jurídico que se dirige a reconocer y a asegurar lo que es suyo a todos los elementos que integran el Estado y que se ejerce de modo racional por quien legitimamente se halla investido de autoridad en la entidad social.

1) El poder del Estado es un poder jurídico que se dirige a reconocer y asegurar lo que es suyo a, todos los elementos que integran el Estado.


Decimos, en primer lugar, que el poder del Estado es un poder jurídico. Esto del poder jurídico es algo de lo cual se ha abusado en grado increíble.

Los liberales demócratas individualistas se tienen por los mantenedores de una empresa heroica que, gracias a ella, ha venido a llenar de juridicidad ese poder del Estado que, por lo visto, no fué otra cosa durante centurias que una forma grosera de opresión.

Los totalitarios que son los Voltaires de los valores predicados por el individualismo, no se ufanan de nada de esto y hasta hacen gala, a veces, de lo contrario; pero, en el fondo, no se sienten muy seguros de su posición y acaban muchas veces por asegurar que ellos también tienen por jurídico al poder del Estado, como a Voltaire le daba de repente por demostrar la existencia de Dios.

En realidad, ni el poder del Estado que predican los individualistas, ni el que les oponen los totalitarios tienen nada de jurídicos.

Para ellos y para otros el derecho no es otra cosa, en resumidas cuentas, que aquello que el Estado hace.

Su punto de partida es absolutamente opuesto al nuestro.

Para nosotros, el derecho existe por sí y ante sí, como una exigencia de dar lo suyo a cada uno, exigencia que se deriva del valor que cada uno tiene en el orden universal de la creación y que, al no poder serle negado de ningún modo, determina la necesidad de su reconocimiento,

Por eso, desde el momento en que existe la posibilidad de que tal reconocimiento sea negado, el derecho exige una organización que lo garantice. En el caso concreto que ahora nos interesa esa organización es el Estado, el cual, por consiguiente, es posterior al derecho y consecuencia de él.
Con, individualistas y totalitarios pasa lo contrario.

El Estado es anterior al derecho; para los primeros, porque si fuera posterior acontecería que los individuos se hallarían ligados o vinculados en el derecho antes de estarlo en el Estado y, por
consiguiente, no serían libres al tiempo de dar origen a éste, y no cabría hablar de contrato social.

Para los segundos, porque siendo el Estado según ellos el único definidor y causante del orden no cabe hablar de un orden universal en el que se halle a su vez, encajado. Ambos, por consiguiente, vienen a parar forzosamente en lo mismo; el derecho es aquello que el Estado llama derecho. Y lo bueno es que después de afirmar esto engolan la voz para asegurar que el poder del Estado es un poder jurídico, que vale tanto como decir que el poder del Estado es un poder que tiene la característica de ser tal como el Estado quiere que sea.

En segundo lugar decimos que el poder del Estado se dirige a asegurar lo que es suyo a cada uno de los elementos que integran el Estado. Ya hemos visto en el capítulo anterior que esta idea de lo "suyo" es lo que sostiene la idea del derecho.

Vamos a ver ahora cuáles son los elementos del Estado a los cuales se refiere esto.

Conforme a la definición que acabamos de hacer, tales elementos son tres:

- La organización,

- el pueblo o conjunto humano, considerado como entidad social, y

- la colectividad o conjunto humano, mirado desde el punto de vista numérico.

Recordemos la explicación del Estado que se da en el capítulo anterior:

Una colectividad de hombres llega a alcanzar una comunidad o proximidad de vida que hace posible la usurpación o el desconocimiento de lo que es propio de cada uno por parte de los demás; desde este momento, tal colectividad pasa a ser algo más, es decir, pasa a ser una entidad social específica cuyos miembros se hallan ya sujetos en común acción del derecho; por último, esta acción se hace realidad a través de una organización dirigida de modo consciente y eficaz a la realización del derecho.

Si damos a esto último, para entendemos mejor, el nombre de administración, tendremos tres elementos o dimensiones esenciales del Estado:

- Colectividad, 

- entidad social o sociedad natural, y

- administración. 

Decimos que el poder del Estado, como realizador del derecho, ha de dirigirse a reconocer y otorgar lo que es suyo a cada uno de estos elementos.

Veamos de qué manera.

2) Lo "suyo" de la colectividad.


En la colectividad, por oposición a lo que ocurre en el pueblo y en la administración, los individuos que la componen no son considerados coma formando parte de un todo sino, al revés, como seres individuales e independientes. Por tanto, no cabe hablar de un lo "suyo" de la colectividad, sino, solamente, de un lo "suyo" de cada uno de los hombres que la componen. De esta manera la misión del poder del Estado en este sentido no es otra que la de dar lo que es suyo a cada uno de los seres humanos que integran éste.

Obsérvese las diferencias radicales que separan nuestra posición de la adoptada por las dos corrientes ideológicas a que nos venimos refiriendo.

Para el individualismo la colectividad no se compone, propiamente hablando, de hombres, porque la idea de éste, si significa algo, significa un juicio de valor; y decir valor es decir jerarquía, y decir jerarquía es decir orden, y decir orden es decir vinculación, que es lo que niegan con tanto calor los individualistas. Para éstos la colectividad se compone de individuos, que son unos extraños seres compuestos exclusivamente de una sustancia llamada libertad absoluta. Como el átomo de oxígeno no es más que oxígeno, el individuo no es más que libertad. Siendo esto asi, lo "suyo" de cada individuo no puede ser otra cosa que la libertad, y la misión del poder del Estado en el sentido que ahora nos ocupa no es más que una misión de procurar a cada uno su libertad originaria.

No hay que decir que para los totalitarios la colectividad, como colección de seres humanos, es irrelevante. Lo único importante es la organización estatal y la entidad histórica sobre la que ésta se apoya. Al hombre se le respeta sólo en cuanto que forma parte de ellas, de manera que "lo suyo" únicamente cobra perfil cuando se mira al Estado desde el ángulo de las individualidades que lo componen.

El Estado totalitario no se preocupa del hombre individual más que en lo que éste tiene de parte o pieza de la maquinaria estatal. Si se ocupa de él es solamente en cuanto su ordenado vivir repercute favorablemente sobre el conjunto del Estado, como el labrador se preocupa de dar a cada uno de sus caballos lo que, por decirlo así, es suyo, sin considerarles por eso como titulares de un derecho sino como partes de un todo cuya perfección está condicionada por ellas.

3) Lo "suyo" de la entidad social.


El segundo de los elementos del Estado a los que se dirige su poder para reconocerlos y otorgarles lo suyo es la sociedad natural o entidad social sobre la que recae la acción del derecho.

Ahora bien, ¿a qué es a lo que esta sociedad tiene derecho?

Sencillamente, a que se le reconozca su condición de tal sociedad, del mismo modo que los derechos del hombre no son otra cosa que exigencias de que toda regulación de sus actos está montada sobre el reconocimiento de su cualidad humana.

Lo que ocurre es que hay aquí una importante diferencia que precisa subrayar.

El hombre tiene derecho, de una parte, a que su condición de tal hombre sea proclamada y reconocida por el Estado y, de otra, a que cada uno de sus actos públicos sea tormado conforme a este reconocimiento.
 Sin embargo, no cabe duda que nadie pretenderá del Estado una actividad organizada y constante tendente a afirmar y constatar todos los días el contenido del primero de estos derechos ; no podemos esperar que el Estado se convierta, de oficio, en una especie de panegirista perpetuo del hombre, misión que no le corresponde. Lo único que tiene que hacer es preocuparse de que los hombres en las luchas diarias de la vida, no olviden los unos la calidad y el valor humano de los otros.

Pues bien: Con la sociedad política acontece, en principio, lo mismo: Tiene derecho, en primer término, a que el Estado reconozca y proclame su condición de tal y, además, a que lo que en razón de esa condición le pertenece sea debidamente amparado.

Y ahora viene la diferencia que antes señalábamos.

Mientras el Estado no tiene por qué realizar por sí mismo la afirmación del hombre tiene, en cambio, que realizar la afirmación de la entidad social,

¿por qué esta diferencia?

Pues sencillamente, porque el primero es un ser vivo y racional, capaz de obrar por sí mismo y de afirmarse a sí mismo, y la segunda no.

El hombre es el primer interesado en autoafirmarse, y por eso la misión del Estado respecto a él no es otra cosa que dejar libre el camino para esa afirmación e impedir, al mismo tiempo, que otros hombres se la estorben interesadamente.

Mas la sociedad política, la entidad social sobre la que recae la organización del Estado, no es un ser viviente. Es una abstracción o, mejor aún, un valor, por cuanto implica sólo un modo determinado de entender el vivir colectivo de los hombres, y, por tanto, no puede afirmarse por sí misma. Es el Estado el que tiene que hacerlo.

Pero ¿qué es lo que sirve de cimiento a esta entidad social? ¿cuál es su razón determinante?

Ya lo hemos dicho: La historia.

La sociedad política es una colectividad o masa de hombres reducida en unidad por la acción de la historia.

Por tanto, si es misión del poder del Estado realizar el derecho de esta sociedad, otorgarle y reconocerle lo que es suyo; y lo suyo es su condición de tal sociedad; y esta condición está originada en la historia, es evidente que será misión esencial del poder del Estado reconocer y proclamar en todo momento la razón histórica de esa sociedad.

Y como una sociedad política considerada históricamente no es otra cosa que lo que, en términos generales, recibe el nombre de pueblo, resulta que una de las facetas de la función de realización del derecho que incumbe al Estado no es otra que la afirmación del pueblo.

Aclaremos esto con un ejemplo.

En el barco que se va a pique los pasajeros que constituían hasta el momento en que el accidente se originó, una mera suma o colectividad de individuos, pasan a constituir una verdadera sociedad. Como para las sociedades políticas es la historia, para esta sociedad es el naufragio su razón determinante. ¿No es evidente que la proclamación y afirmación de esto del naufragio constituirá una dimensión importantisima de la misión de realizar el derecho que incumba a quien se halle al frente de la situación? "Señores: ¡Que esto es un naufragio!", habrá de repetir a cada momento. Si no lo repite los pasajeros tenderán a olvidarlo; tenderán a ignorar que ya no son una, mera colectividad sino una sociedad exigida por el derecho, y que, por tanto, ya no pueden considerarse desligados los unos respecto de los otros y proceder cada cual del modo que le venga en gana: "Señores: ¡Que esto es un pueblo!" tiene, necesariamente, que repetir el poder del Estado a cada momento.

Véase de qué manera la relación entre Estado y pueblo, mejor aún, la misión de exaltación del pueblo que al Estado corresponde es una misión tan jurídica como la de regular el buen orden en la celebración de contratos de compraventa. Obsérvese que solamente partiendo del punto de que nosotros hemos partido es posible llegar a esta conclusión.

Para el individualismo, la historia es irrelevante; por lo menos, no es esencial al Estado. Todos los valores que se refieren al pueblo quedan fuera de aquél. Cuando alguien que manda en el Estado se lanza a exaltar al pueblo, su actitud es considerada como una extravagancia, todo lo simpática que se quiera, pero extravagancia. No se mira (y esto es fundamental) como una exigencia del derecho, sino como un impulso del corazón.

Acontece lo mismo con la familia.

Esta es también una sociedad cualificada por una razón específica: la generación.

Según el punto de vista. que estamos manteniendo aquí, lo que el derecho exige de quien manda en ella no es sólo el aseguramiento del buen orden en las relaciones que dentro de la familia han de darse sino, además, la exaltación del grupo familiar como tal grupo determinado. La celebración de un cumpleaños en familia es, bien mirado, una exigencia del derecho. Claro es que la mayor parte de las gentes no reparan en ello porque el deseo de tal celebración les sale del corazón; pero esto no priva al acto de su calidad jurídica, si la privamos de ella, la familia, se convierte en puro sentimiento. Y convertida en tal, se halla expuesta, como institución, a todos los descarríos y a todas las inconstancias de lo sentimental.

Con la sociedad política pasa lo mismo, Si, como hacen los individualistas, no sabemos ver en la exaltación del pueblo otra cosa que efusiones sentimentales, no podremos quejarnos si un
gobemante se siente atacado de neurastenia y se olvida del pueblo, como los partidarios del amor libre, que es el individualismo del amor, no pueden quejarse de que un marido de mal genio se encierre en sus habitaciones el día en que han de celebrarse sus bodas de oro.

Obsérvese que no se trata aquí de repudiar lo cordial como instrumento sino como razón.

Para la exaltación del pueblo entre los hombres que lo componen lo cordial representa un noventa por ciento. Lo único que se dice es que la necesidad de tal exaltación es una necesidad racional, jurídica y no la consecuencia de un impulso sentimental.

Precisamente partiendo de afirmar esto último han llegado los totalitarios a las aberraciones a que han llegado. Para ellos todo está subordinado a una exaltación irracional del valor del pueblo.

Han convertido la política en romanticismo y literatura, cuando, precisamente, el romanticismo y la literatura, cuyo valor para la acción sobre las masas es imposible desconocer, no pueden ser considerados sino como medios, y nunca como fines de una buena política.

4) Lo "suyo" de la organización.


Por último, el poder del Estado ha de dirigirse a dar lo que es suyo a la organización que para la realización del derecho se proyecta sobre el vivir del pueblo.

La existencia de esta organización es una exigencia de derecho.

Este exige ser realizado, y solamente a través de una organización capaz de actuar eficaz y decisivamente sobre la conducta de los hombres puede llegarse a tal realización.

Como tal, la organización se confunde con el Estado mismo, es el Estado considerado formalmente, es decir, no como colectividad humana ni como sociedad natural, sino como acción organizada y consciente hacia un fin.

Como a las anteriores, el poder del Estado ha de dirigirse a esta dimensión suya para reconocerle y otorgarle lo que le es propio.

¿Qué es lo "suyo" de la organización estatal?

Dos cosas:

primera, su capacidad de imponerse al libre arbitrio de los hombres que integran el Estado;

segunda, su condición de organización independiente, no encajada en otra organización positiva superior.

Ambas notas se concretan en dos palabras : superioridad e independencia.

Por lo que respecta a lo primero, es decir, a la misión que al Estado corresponde de afirmar su superioridad sobre cuantos viven en él y someterlos a la organización que de él emana, el problema. más importante que se plantea es el relativo a la regulación de la contraposición entre el interés del hombre particular que vive en el Estado y el interés de la organización que se le impone.

Las doctrinas individuadistas resuelven el problema dando siempre la primacía al individuo a expensas de la organización o, como decíamos antes, de la administración. Como esta no es otra cosa que un instrumento que el hombre se crea para garantizarse su libertad originaria, claro es que no hay razón para que el hombre se plegue a las existencias del instrumento.

Los totalitarios lo resuelven de manera absolutamente antagónica:  El hombre no es nada y la administración, en cuanto forma del Estado, lo es todo, de modo que el conflicto habrá de resolverse siempre a su favor.

Solamente partiendo de la interpretación del hombre, que nosotros hacemos es posible llegar a resultados exactos. 

El hombre es, 

- de una parte, miembro o parte de una colectividad humana constituida en Estado; 

- de otra parte es persona, sustancia individualizada. 

En cuanto es lo primero, el hombre ha de someterse siempre a la administración, porque la salud del todo es superior a la de la parte;

en cuanto es lo segundo, el hombre no ha de someterse a nadie fuera de Dios, y ha de defender su personalidad frente a cualquiera.

El hombre no puede encerrarse, como quieren los indivídualistas, en un desalmado egoísmo y oponerse al provecho de la comunidad con miras a su propio provecho; pero tampoco el Estado puede desconocer la realidad personal del ser humano, y, con el pretexto de que la comunidad precisa de ello, exigir del hombre la renuncia a valores como la dignidad o la libertad, que no se tienen en calidad de miembros de una comunidad, sino en calidad de personas.

Por lo que respecta a lo segundo, el poder del Estado ha de garantizar la independencia de éste.

Ello se refiere más que nada al orden intemacional.

Igual que el hombre se encuentra, sin buscárselo, implantado en el Estado desde que nace, el Estado se encuentra dentro de una vida intemacional en la que tiene que vivir. Es en esta vida intemacional en la que el Estado tiene que afirmarse a sí mismo todos los días.

No se piense sólo en la defensa armada o en la que suele llamarse gestión de asuntos exteriores, porque estas cosas no son sino modalidades que en cada momento puede revestir esta misión del Estado de afirmarse en lo intemacional. Si queremos indagar en qué consiste la esencia; de esta misión, hemos de recordar el punto de partida que hemos adoptado para explicamos el Estado.

Una colectividad a la que acontece encontrarse constituyendo una sociedad unitaria y específicamente diferenciada frente a los demás grupos que en la humanidad existen. 

Por tanto, si mirada desde dentro esta sociedad constituye un todo que comprende unas partes determinadas, vista desde fuera constituye una unidad en lo universal, una entidad social política entre las entidades sociales políticas que a su vez han sido determinadas por la Historia.

La afirmación de unidad de un Estado no es otra cosa, por tanto, que la afirmación de la razón histórica que lo constituyó en tal.

Y véase de qué modo, sin salirse de lo puramente jurídico, se demuestra que el Estado, en contra de la opinión generalizadísima hoy entre las masas burguesas, de que el Estado no tiene por qué ocuparse de estas cosas, está obligado esencialmente y por exigencia del derecho a hacer historia.

5) Separación de funciones, función administrativa y función política.


Con esto queda examinado lo referente al objeto del poder del Estado. Resumiendo lo dicho hasta aquí, podemos decir que lo que el Estado tiene que hacer, por exigírselo así el derecho, es lo siguiente:

Primero. Regular conforme a la justicia las relaciones entre los particulares. Esta función pudiera llevar el nombre de función de realización del derecho privado.

Segundo. Mantener vivo ante la conciencia de los individuos que componen la colectividad el sentimiento de la pertenencia común a un mismo pueblo o sociedad política o función de unificación nacional.

Tercero. Mantener en forma y otorgándole su debido rango el aparato de organización para la realización del derecho que el Estado comporta necesariamente, o función administrativa.

Cuarto. Afirmar en el exterior la unidad en lo universal, que significa el Estado o función intemacional.

Si bien se observa, estas cuatro funciones pueden ser reducidas a dos:

- una para abarcar la primera y la tercera de las enunciadas. que tiene por objeto inmediato la regulación conforme al derecho de posibles pugnas entre los particulares:

- otra, dirigida inmediatamente al servicio de la sociedad política sobre que el Estado se constituye, que comprende la segunda y la cuarta. A aquella, por tener como contenido esencial la administración de justicia pudiéramos llamar función jurídica, dando a la siguiente el nombre de función política; pero como en el fondo las dos funciones son jurídicas y una designación así pudiera ocasionar serios errores, cambiaremos su nombre por el de administrativa como expresión más ajustada a la claridad que nos conviene.

Función administrativa y función política constituyen, pues, el objeto del poder del Estado; lo que el Estado tiene que hacer.

Ambas son igualmente esenciales y primarias, y hemos empleado bastante espacio en demostrar que las dos se hallan exigidas por el derecho del mismo modo. Solamente haciéndolo así, concediéndolas a ambas el mismo rango y haciendo arrancar a las dos de un principio unitario, es posible salvar la encrucijada en que la pugna entre indivídualistas y totalitarios nos ha situado.

Lo que aquí llamamos función administrativa es, poco más o menos, lo que el Estado individualista considera objeto único de la acción del Estado, siquiera sea con las importantes restricciones que a lo largo de estos capítulos nos hemos ocupado de subrayar.

Repásese la historia y se verá que el Estado individualista ha mantenido siempre una postura tercamente abstencionista frente a lo que aqui llamamos función política; ha procedido siempre ignorando esa esencial dimensión del Estado; y la consecuencia ha, sido que, como tal función, no es una invención ni un capricho de unas pocos, sino algo que le viene exigido al Estado por su misma esencia: la función politica se ha hecho siempre contra viento y marea ; y como los juristas no han querido hacerla, la han hecho siempre los cabecillas, los dictadores y los demagogos, esa pertinaz nube de langosta que el individualismo desencadenó sobre Europa.

La propaganda del individualismo ha sido tan profunda, que hoy son ya legión las gentes que, de buena fe, cuando se les viene con estas consideraciones, piensan que lo único que uno quiere es sacar las cosas de quicio.

No; postular una función política para el Estado es algo que puede y debe defenderse con la tranquilidad y la rigurosa argumentación de quien defiende la necesidad de una burocracia.

Lo que es sacar las cosas de quicio es pretender que una colectividad de millones de seres humanos se mantenga unida y en cohesión, sacrificando diariamente cada una su interés particular en beneficio del interés de grupo, sin que nadie se encargue de recordar permanentemente la existencia y la realidad de ese grupo.  

"¡Señores, que esto es un pueblo!". Si esta voz no se oye permanentemente, cada cual se apresurará a ignorarla y a proceder del modo que mejor le acomode.

Y es también sacar las cosas de quicio pretender que es posible mantenerse a flote en la vida intemacional sin afirmar cada día hacia el exterior la unidad histórica sobre la cual el Estado se ha montado; es decir; sin mantener constantemente viva y actuante la significación histórica del pueblo.

La prueba de que esto es así es que todas los Estados, absolutamente todos, solapada o declaradamente, realizan una función política.

Ahora bien, ¿qué es preferible, ¿tomar las cosas. como son y organizar el Estado en consecuencia, o encomendar la mitad justa de su quehacer a la casualidad a al tun tun?

Tiene gracia esta de, que con el cuento de la libertad y de la democracia se escamotee de la conciencia de las gentes la necesidad de una función política en el Estado, para que luego esta función resulte realizada de tapadillo y sin que nadie se la encomiende por cuatro políticos que a lo mejor la toman como una aventura.

Lo peor de las dictaduras no es el hecho de que los dictadores procedan de un modo antijurídico. Hay veces que son asombrosamente justos. Lo malo es que al erigirse en únicos protagonistas de la vida del Estado, que es una vida conforme al derecho, impiden a los demás hombres realizar el derecho por sí mismos, como seres racionales y libres.

Estos demócratas tan respetuosos con el pueblo debieran pensar que, puesto que la función política es algo que, quiérase o no, hay que hacer, no está bien escamotearla a los ojos del pueblo para que éste la ignore, se vea imposibilitado de participar en ella y tenga que abandonarla a cualquiera.

6) El Poder corresponde a la entidad social, es decir, al pueblo.


Mas esto de la participación del pueblo en las funciones del Estado nos sitúa ante un segundo problema. Determinado ya el objeto del poder del Estado, ¿quién es el sujeto?; o si se prefiere, ¿quién debe mandar en el Estado?

La respuesta, después de todo lo que venimos diciendo, es bien sencilla: Decimos que el poder viene de Dios en cuanto que es el ejercicio de una serie de principios anteriores a toda norma humana; y afirmamos ahora que corresponde al pueblo, en cuanto que esos principios tienen un alcance genérico e impersonal.

Pero entiéndase bien que cuando decimos pueblo no nos referimos al grupo social, sino a la entidad social; porque siendo el poder del Estado un poder asentado en el derecho, no puede estar encomendado a un grupo social, es decir, a la colectividad, que por definición ha de ser mirada, en un sentido numérico desprovisto de todo principio jurídico unificador.

Tampoco puede estar encomendado a la organización, que, como tercer elemento integrador del Estado, pudiera sentirse llamado al ejercicio del poder, porque a ella también le alcanza la misma argumentación anterior.

Un Estado entregado a la organización sería un Estado burocrático; como sería un Estado anárquico (decir todos es decir ninguno) si estuviera entregado a la colectividad; pero en ninguno de los dos casos sería un Estado jurídico, vivo, actuante, como es preciso concebirlo.

El poder del Estado, por lo tanto, pertenece a la entidad social, porque es una y la misma cosa con la idea de un Estado realizándose y cobrando actualidad.

Ahora bien; el pueblo no puede por sí accionar el poder, y dio, no por dificultades técnicas, como aseguran quienes todo lo confunden, sino porque decir pueblo es referirse a una abstracción, y todo lo que sea cimentar actos tan vitales como son los que se derivan del ejercicio del poder sobre abstracciones, es laborar en el terreno de la utopía.

Tenemos, pues, que transformar la idea abstracta de el pueblo en algo concreto y tangible. De esto volveremos a hablar en otros capítulos; pero aquí vamos a dejar señaladas estas dos afirmaciones, que son necesarias conocer para seguir adelante: 

primera, que este algo concreto y tangible indudablemente ha de ser un hombre o un grupo de hombres

segunda, que este hombre o grupo de hombres no son llamados al poder por su cualidad personal, sino porque representan la idea que caracteriza al pueblo como entidad social.

Como se ve, la primera afirmación es la más intrascendente, y la otra nos libera de referimos a ella. 


¿Quién debe ser el titular del mando? La respuesta que vamos a dar puede parecer, a primera vista, salida de los labios de un paleto. El titular del mando debe ser la autoridad. Sin embargo, si se piensa un poco se verá que no cabe otra respuesta. ¿Qué es mandar? Ser obedecido. Y, ¿qué es ser obedecido? Gozar de autoridad. 

De manera que, una de dos: o manda quien tiene autoridad, o el que manda lo hace ilusoriamente; es decir, sin ser obedecido y sin mandar. 

Todos los errores provienen de olvidar lo siguiente, que es extremadamente sencillo, a saber: que no se manda sobre el pueblo porque el poder del Estado lo disponga así, sino al revés, se es titular del poder del Estado porque previamente se está ya mandando sobre el pueblo. 

Todo lo que no sea partir de esta perogrullada es caminar sobre el vacio, y como los caminos que llevan al mando son insistematizables para la mente humana, preguntarse quién debe mandar es algo tan tonto como preguntarse qué mujeres deben tener más aceptación, si las rubias o las morenas. Lo único sensato que cabe decir a este respecto es que son unas veces unas y otras veces otras las que gustan más. 

El pueblo o entidad social, al constituir, por la razón que sea, una situación de mando, le confiere automáticamente el poder del Estado; y lo hace de hecho, sin que en ello intervenga la premeditación y la norma.

 

7) El pueblo, por ser una abstracción, requiere concretarse pera ejercitar el Poder en una institución o movimiento.



La segunda afirmación que hemos hecho para transformar en algo concreto la idea abstracta de la entidad social es que el hombre o grupo de hombres llamados al poder no lo son por sí,
sino por lo que representan.

Con un ejemplo se explicará mejor lo que queremos decir. Si mi amigo el coronel me ordena que me coloque en la fila que sus soldados han formado para recoger el rancho, yo puedo, indudablemente, atender esa orden; pero mi obediencia será muy distinta a la obediencia que los soldados prestan. Estos obedecen al coronel; yo obedezco al amigo, a don Fulano de Tal. El coronel se equivocaría mucho si creyera que el género de obediencia de los soldados era idéntico al mío. Se equivocaría tanto, que si pretendiese organizar un regimiento con un grupo de individuos que estuvieran en mi situación, el resultado no sería, en modo atguno, un verdadera regimiento. E, inversamente, si pretendiera que sus soldados le obedecieran, no como al coronel, sino como a don Fulano de Tal, se encontraría desasistido de razones sólidas pata exigir la obediencia que en un regimiento se debe.

Esta consideración descalifica radicalmente todas esas formas de mando que intentan configurarse bajo el confuso nombre de mandos personales.

Si lo que quiere expresarse de ese modo es que se trata de un tipo de mando en el cual el titular del poder no es una máquina, sino una persona, bien está.

Ello implica una reacción frente al estrecho criterio democrático, que quiere imponer lo que se llama "el imperio de la norma", como si el mandar, que es un acto de voluntad, pudiera ser en comendado a una norma. Pero todo lo que sea ir más allá es caer en el error.

El que manda es, ciertamente, una persona, o un grupo de personas; pero la autoridad en virtud de la cual mandan no la ostentan por su cualidad de seres personales determinados y concretos, sino por su significación dentro de un grupo político.

Entiéndase que ésta no es una apreciación mía, sino que no puede ser de otro modo: Si yo no soy soldado no puedo, rigurosamente hablando, obedecer al coronel, porque el acto o la serie de actos a los cuales doy el nombre de "obediencia al coronel" son actos cualificados, pertenecen a una familia o género de actos típicos conocidos con el nombre de actos militares, y si yo no soy militar me es absolutamente imposible realizarlos.

De igual modo, si yo obedezco a don Fulano de Tal, mi obediencia será lo que se quiera, pero no es un acto militar. Si yo obedezco en el Estado a una persona por ser tal persona, mi obediencia será cualquier cosa menos una obediencia política; por tanto, tampoco lo será la autoridad del que me manda.

Resulta, pues, que el que goza verdaderamente de autoridad sobre el grupo político no es nunca un individuo determinado, sino la significación que ese individuo tiene para el grupo político. Esta significación, que pudiéramos llamar localizada en una persona, es lo que se designa con el nombre de institución.

Todo lo que no sea eso es, simplemente, acto de fuerza. 

Si el coronel se empeña en que sus soldados le obedezcan, no como a coronel, sino como a don Fulano, comete, sin más, si lo consigue, un perfecto acto de intimidación injustificable.

8) En este sentido se dice que la titular del Poder recae en el jefe nacional del Movimiento.


Pero sucede que por un razonamiento análogo al seguido para concretar la idea abstracta del pueblo en la más concreta de institución y porque, en definitiva, esta institución supone, para cobrar absoluta eficacia, un conjunto humano jerarquizado, el titular del mando en una teoría como la expuesta es siempre el jefe de la institución.

Esto, al menos en un orden puramente dialéctico, no ha sido discutido nunca. El jefe del Estado en una institución monárquica es el Rey, y en una republicana el presidente de la República, aunque luego el sistema liberal haya venido a decimos que la palabra institución no tiene más que un valor formal. 


Monarquía o República, para el liberalismo son formas de gobierno; nunca entidades históricas vinculadas a un pensamiento determinado, y de ahí, por ejemplo, que muchas veces la modificación experimentada por un pueblo al pasar de una a otra se reduce a cambiar las coronas que rematan los escudos en los edificios públicos; pero sea esta idea insustancial la que se aplique al concepto de institución o suponga, además, el entendimiento político de un pueblo encajado dentro de su sentido histórico, lo cierto es que tanto en el sistema liberal como en el nuestro, como en cualquiera, el jefe del Estado es el jefe de la institución.

¡Ahora bien; como esta institución vuelve a llenarse de contenido al hacerse historia, es decir, al ponerse en movimiento; en adelante vamos a sustituir la palabra institución por la de movimiento; y como además sabemos que no se trata de indicar con ello una fórmula genérica y universal, sino que cada Estado ha de tener su razón de ser característica, añadiremos a la palabra movimiento el calificativo de nacional. 


En este sentido diremos en adelante que el titular del Poder en un Estado que aprecia su función política es el jefe nacional del movimiento.

Pudiéramos hablar aquí del jefe; de las condiciones que debe reunir; de sus virtudes, etc.: pero como ya está dicho que el mando se confiere no al que reúne tales o cuales aptitudes, sino al que de hecho viene mandando sobre la entidad política, correríamos el grave riesgo, si nos empeñáramos en hacer retórica sobre ello, de confundir lamentablemente la proclamación de un jefe con el reparto en una congregación piadosa de los premios a la virtud. 


Sin embargo, una cosa es preciso dejar bien claro en lo relacionado con la jefatura; si, como hemos dicho, el pueblo no trasmite el poder del Estado a la persona que lo detenta, por ser tal persona determinada, sino por ser portadora de la significación instaurada en el movimiento, la condición esencial que debe cumplir el jefe para serio, es la de no sentirse desligado jamás del motivo por el cual es jefe; es decir, la de llevar a cabo inexorablemente, inexcusablemente, la idea del movimiento nacional, sin lo cual dejaría él de tener razones para seguir manteniéndose en el Poder y dejaría el pueblo, como hemos escrito en el ejemplo anterior, de sentirse obligado a la obediencia.

De todo lo que venimos diciendo en este capítulo quede, por tanto, lo siguiente: 


1° El Poder del Estado pertenece al pueblo como grupo político. 

2.° El pueblo, por ser una abstracción requiere concretarse, para ejercitar el poder, en una institución o movimiento. 

3.° En este sentido de servicio a la idea, la titular del Poder recae en el jefe nacional del movimiento.

9) La crítica, como atributo esencial de toda obediencia racional.


Pero si "el quién" es una cuestión de hecho, "el cómo" del poder del Estado no lo es. 

Para que sea tal poder y no una simple situación de fuerza es preciso, 

- de una parte, que su titular lo dirija hacia su objeto propio, y 

- de otra, que goce realmente, y no ficticiamente, de autoridad. Lo referente a lo primero ha sido examinado ya. 

En cuanto a lo segundo, quiere decir ser obedecido ostentar una verdadera autoridad. 

¿Qué quiere decir ser obedecido? 

Tratándose de seres racionales, quiere decir obtener el asentimiento, respecto de aquello que se manda, de aquellos a quienes se manda. 

Es decir, no la docilidad impuesta que se ofrece, por ejemplo, a un salteador de caminos, sino el asentímiento libre y espontáneo de seres racionales a los actos políticos de otro ser racional. 

O, repitiendo las palabras empleadas al principio de este capítulo para definir el poder, "se ha de ejercer de modo racional por quien legítimamente se halla investido de autoridad en la entidad social"

Se trata, pues, de Una obediencia racional.  

Obediencia racional quiere decir obediencia no mecánica, sino consciente y meditada. 

La conciencia racional de una obediencia se exterioriza a través de, una actividad que recibe el nombre de critica. 

Por tanto, la obediencia que al titular del poder del Estado se presta ha de ser una obediencia acompañada de una actividad de crítica. 

Tal actividad ha de reunir los siguientes caracteres:

Primero. Ha de partir necesariamente, como punto de referencia, de aquello que constituye el objeto verdadero del poder del Estado. Todo lo que implique una crítica que no "parta de ahí no será ya una crítica desde el Estado, sino fuera de él, y, por tanto, inaceptable.

Segundo. Ha de ser libre.

Tercero. Ha de referirse a los actos emanados del titular del poder político, no a él mismo en cuanto a institución. 


La razón de esto es evidente: 

- los actos del titular del poder del Estado, como tales actos concretos, se originan en una voluntad personal, y, como tales, son susceptibles de ser contrastados por una razón individual. 

- La institución, en cambio, no; no tiene vigencia una institución porque quieran Fulano o Mengano, sino que, sin que pueda explicarse bien cómo, la tiene. La institución se asienta, misteriosa" pero realmente, no sobre la voluntad de éste y de aquél, sino sobre la voluntad del pueblo considerado como unidad. La crítica frente a ella implica la voluntad de sobreponer el valor de una actitud individual al valor de una voluntad del pueblo, y, por tanto, en cuanto, entraña una subversión de valores, es un acto subversivo. 

No se caiga en la tentación de ver en este razonamiento la justificación de las dictaduras. Al contrario, el día en que el pueblo niega su reconocimiento a una institución, la institución cae, sin más, o se convierte en un acto de fuerza que siempre dura poco.
 

Lo único que quiere decirse es que cuando una institución tiene realmente vigencia social, no es tolerable la crítica. individual frente a ella.

Cuarto. La crítica para ser realmente tal ha de ser, unas veces oposición a determinados actos, y otras, aprobación; incluso otras, estímulo. En suma, colaboración. 


10) La colaboración del pueblo con el poder del Estado ha de ser diferente en la función administrativa que en la política, pero en ambas debe participar todo el pueblo.


Ahora bien. la colaboración, para ser racional ha de ser configurada conforme a las funciones que el poder del Estado realiza. Ya sabemos que estas funciones son dos: la administrativa y la política. 

La crítica debe colaborar con ellas. Pero, y esto es fundamental, colaborar no quiere decir echar un cuarto a espadas cuando a uno se le antoje buenamente. 

La colaboración con el poder del Estado no es un pasatiempo, sino que constituye en el que colabora una función tan importante como la que realiza el titular de ese poder. 

Lo primero que la colaboración exige de quien la realiza es que éste se encuentre, no de un modo superficial, sino íntegramente, encajado en la función en que va a colaborar y esto nos lleva a una importante consecuencia con la cual vamos a acabar el capítulo: 

La colaboración del pueblo con el poder del Estado ha de ser diferentemente obtenida para una y otra función

La razón de ello es evidente; colaborar con el Estado no significa, no debe significar, ostentar una confusa condición oficial de ciudadano, sino llenar realmente y con carácter insustituíble una auténtica tarea. 

La colaboración, igual que para el que ostenta el poder del Estado para el pueblo, es una verdadera función. 

El pueblo "hace" también justicia y "hace" política aunque no ejerza directamente el poder del mando. Se trata de dos "haceres" bien diferenciadas; y a cada uno de las cuales habrá de corresponder, por tanto, procedimientos y órganos diferentes.

Ello no quiere decir que se limite la intervención del pueblo a tales o cuales sectores o a tales o cuales personas, sino que esa intervención se ha de llevar acabo diciéndole de antemano si se le llama para intervenir en la función administrativa o en la política y organizándole adecuadamente para cada una de las dos llamadas. 


En ambos casos se llama a colaborar al pueblo, a todo el pueblo, sin que esta discriminación elimine a nadie; pero sin olvidar tampoco que una vez diferenciadas las dos funciones hay que diferenciar también las dos formas de intervención, so pena de caer en alguno de los defectos que acompañaron a los sistemas liberal y marxista.

En éstos, se establecía una confusión entre ambas funciones: 


Para el liberalismo, por ejemplo, la segunda función no existe, porque siendo el pueblo una simple aglomeración humana vinculada entre sí unicamente por lazos jurídicos previamente contratados, no cabía hablar de "unidad de destino". 

Para el sistema totalitario del marxismo lo que no existe, al menos en la acepción utilizada por los individualistas, es la función administrativa, y todo queda absorbido par una especie de vértigo político encomendado al partido único. 

Los dos parten del error inicial de desconocer una porción importante de la realidad de! Estado.

Claro está, (ya lo hemos dicho antes) que ninguno de los dos puede renunciar por entero a la función que no proclama, y así vemos que el liberalismo, cuando ha venido a decir que el Estado es sólo un ente administrativo encargado escuetamente de realizar el contrato social, encomienda esta función a los partidos políticos, que ante todo son eso, partidos políticos; y como éstos no pueden desligarse de su esencia, lo que sucede es que en el sistema liberal se acaba haciendo política hasta cuando se trata de construir un ferrocarril. 


En el sistema totalitario sucede lo mismo, aunque por una razón distinta; aquí se viene proclamando que lo único interesante es la política; que la administración y la justicia son algo así como las encargadas de llevar a término la conveniencia política de cada momento; y esto conduce a una situación tal, que si en un sistema totalitario se quiere decidir la más pequeña cosa, el ascenso por antigüedad en un escalafón de funcionarios, por ejemplo, veremos que en ello pesa más la opinión del comisario político que la hoja de servicios de cada empleado.

Fijarse bien, que no hablamos del poder; el poder, dijimos, corresponde al jefe nacional del movimiento como representante y protector del pueblo; se trata de la colaboración del pueblo en el ejercicio de las dos funciones que el poder encierra y en este sentido decimos que esta colaboración ha de ser diferenciada y ha de llevarse a cabo por "todo" el pueblo; no solamente, como sucede en el comunismo, por los componentes del partido único o de la clase triunfadora, sino por todo el pueblo; pero teniendo en cuenta también que se trata de funciones distintas y que ha de ser distinta, por tanto, la manera de participar en cada una. 




 

Esquema de una posible organización para el Estado Nacional en 1947.



Con lo expuesto en los capítulos anteriores queda tratado suficientemente lo fundamental de cuanto se refiere al Estado, a su poder y funciones y al pueblo sobre que se asienta.

El lector habrá podido observar que se ha tenido en todo momento cuidado de subrayar lo que para nosotros es de esencia en todo Estado rectamente entendido y lo que tenemos por meramente opinable y accidental. Por ello hemos procurado eludir el casuismo todo lo más posible, porque el casuismo comporta siempre el peligro de llevamos a presentar como necesario lo que es sólo una posibilidad entre otras varias. Para ser verdaderamente ortodoxo no basta con defender el dogma en cuanto tal, sino que es necesario, además, traer siempre despierta la voluntad de distinguir minuciosamente en todo momento lo que es dogma de lo que no lo es. De otra manera el culto a la verdad degenera en superstición y manía.

Era necesaria esta aclaración porque en este capítulo nos proponemos presentar una fórmula acerca de la posible organización que al Estado, entendido al modo que aquí se hace, puede darse en la práctica.

Decimos posible, y queda dicho con ello que esta fórmula no pretende tener un valor absoluto.

Se ofrece como posibilidad, como sugerencia, y nada más.

No sólo puede ser discutida, sino que debe serlo y a nada más venturoso puede aspirar su autor que a suscitar por su medio una saludable actividad de crítica en lo que a la organización del Estado futuro se refiere .

1) Estudio Comparativo de las tesis expuestas sobre el hombre, la sociedad, el Estado y el Poder.


Se trata de hacer en este capítulo un esquema. que nos presente al pueblo, organizado en forma que pueda colaborar en el ejercicio del poder del Estado, de acuerdo con la teoría expuesta en los capítulos anteriores; y para mejor entender lo que dijimos sobre esta teoría no estará de más empezar recordando los distintos modos que tienen de ver al hombre, al pueblo, al Estado y al poder, cada uno de los tres sistemas analizados.

Es decir, empecemos por trazar algo que pudiéramos llamar esquema comparativo previo.

En efecto, hemos dicho que el hombre tiene unos derechos y deberes intransferiblemente vinculados a su calidad de hombre e independientes, por tanto, del género de vida que realiza; pero que si además, se reune con otros para vivir en sociedad ha de tenerse en cuenta otro grupo de derechos y deberes que nacen de ello.

A este grupo de derechos y deberes que son variables no solo para cada sociedad humana o pueblo sino además para cada momento, se llaman derechos ciudadanos o políticos, porque es necesario para que existan que previamente se haya formado sociedad o mejor aún ciudad (civitas o polis).

Por tanto, cuando se trata como en el caso presente de escribir un libro político y no ontológico, es decir, de estudiar al hombre, no en su calidad de ser sino en su calidad de ser social o, lo que es lo mismo, en su calidad de hombre que sin dejar de serlo es además hombre que vive en sociedad , hay que tener en cuenta ambos grupos de derechos; y el Estado, que es la organización de la sociedad para el cumplimiento del derecho ha de encaminarse a la realización de esta doble función.

Sin embargo, ¿cómo han concebido estas cosas los sistemas que hoy imperan en el mundo?

Veámoslo: Tres son las maneras que se han tenido de concebir al hombre en los tiempos modernos.

1ª El hombre, como individuo. Es decir, como ser cerrado sobre sí mismo sin vinculación esencial ninguna a lo que le rodea.

2ª El hombre, como molécula que no llega a cobrar sentido,sino es encajado dentro de un todo superior.

3ª El hombre, como persona, que está íntegramente como tal hombre en toldos y cada uno de sus actos y a la inversa éstos son siempre actos de un hombre.

Partiendo de esta última afirmación que es la que aquí se defiende hay que rechazar todo entendimiento del hombre que suponga la fragmentación de éste en compartimientos incomunicables e irreductibles.

Concretamente hay que rechazar todo intento de separar en el hombre su dimensión religiosa y moral de su dimensión política.

El mismo hombre, y no dos zonas diferentes de su ser es el que está inserto a la vez en lo religioso y en lo político.

No cabe, pues, admitir una teoría política que mire al hombre exclusivamente, como ser político, desentendiéndose de las demás esferas de la realidad en que se halla inscrito.

Pero esto nos lleva a considerar el segundo aspecto de la cuestión; el hombre en sociedad o, mejor dicho, la sociedad humana; el pueblo; Este, de acuerdo con lo que acabamos de decir, puede ser mirado de tres maneras:

1ª Como una mera pluralidad de individuos que se reúnen en sociedad para mejor realizar sus fines individuales, pero sin que esta sociedad sea otra cosa que una expresión dialéctica sinónima de colectividad.

2ª Como un ente superior al cual se transfieren los derechos de sus componentes y que viene en cierto modo a sustituir al hombre convirtiendo la colectividad de individuos en una especie de individuo colectivo.

3ª Como una situación natural del hombre que sin mermar en absoluto los derechos que corresponden a éste como ser aislado derivados de su calidad individual e intrínseca como tal
persona humana, constituye además otros nuevos derechos nacidos precisamente del hecho de que el hombre viva en sociedad.

Si tratamos de indagar cuál sea la esencia de esta última sociedad, nos encontramos con que se halla constituida por una colectividad de hombres, la totalidad de cuyas vidas y existencias se
encuentran unidas en una comunidad de destino en lo universal, y que esta comunidad de destino ha sido determinada exclusivamente por la acción de la historia.

Esta creación histórica, constituye la última diferencia de las sociedades políticas.

Una sociedad es siempre una comunidad de destino entre sus miembros, pero, a diferencia de lo que ocurre en todas las demás, esta comunidad no ha sido buscada en la sociedad política de modo consciente y deliberado por los individuos que la componen, sino que éstos, por decirlo así, se la encuentran hecha. 

Si la sustancia de que las otras sociedades se componen es la voluntad, la de la sociedad política es la historia.

El pueblo, o sociedad política, es historia precipitada,

Pero vivir en sociedad es vivir dentro de un orden y vivir en un orden es respetar los derechos de cada uno, ¿cuáles son, por lo tanto, estos "derechos de cada uno" en las tres maneras de concebir al hombre y al pueblo que acabamos de exponer?

En la primera no hay más derechos que los individuales, ya que el pueblo no es más que una suma y las sumas no tienen otra vida que el reflejo de la vida que anima a cada uno de los sumandos.

En la segunda todos los derechos residen en este ente superior y colectivo que se alza con la personalidad de todos los hombres constituyendo una personalidad distinta, propia y única.

En la tercera se distinguen dos clases de derecho;

- el mío dé cada uno y

- el nuestro de todos;

es decir, el derecho individual inherente al hombre por el mero hecho de ser hombre (recordémos aquí lo que dijimos del español y del hotentote) y el que le corresponde romo miembro de una sociedad política. Los derechos de este tipo aun cuando son en última instancia, igual que los anteriores, derechos del hombre, se ejercitan a través de la inserción de éste en lo político y adoptan por tanto la forma de derechos de la sociedad política.

Ahora bien, la organización racional de un pueblo para la realización en su seno de las exigencias del derecho que sobre él reposan es el Estado, y bien claro se estará adivinando que la primera manera de pensar es la que conduce al Estado individualista; la segunda al Estado totalitario y la tercera al nuestro.

Pero el Estado precisa de una capacidad de imponerse al libre arbitrio de los hombres, interesados acaso en que el derecho no se realice; y a esta capacidad es a la que damos el nombre de Poder.

Por tanto debemos hacernos estas dos últimas preguntas: ¿A quién corresponde el poder? ¿Cómo ha de ser llevado a cabo su ejercicio?

He aquí las respuestas que los tres sistemas realizados dan a la primera de las preguntas que acabamos de formular.

1ª El poder del Estado, dice el individualismo, corresponde a la colectividad de individuos.

2ª El poder en el Estado totalitario reside en el jefe o en el partido único que se erige en monopolizador del ser colectivo.

3ª El poder en el Estado nuestro corresponde al pueblo, pero bien entendido que al decir pueblo no aludimos en modo alguno a la colectividad, porque ésta no es otra cosa que la suma de los miembros de una sociedad política en cuanto son considerados como ajenos a toda idea de sociedad sino al pueblo propiamente dicho; es decir, a la entidad social.

Pero como el pueblo es incapaz de accionar el poder por sí mismo, necesita ser ejercido por alguien que de hecho sea capaz de mandar; esto es lo que en capítulos anteriores nos ha llevado a la idea del movimiento nacional y a la concepción del jefe.

En cuanto a la segunda interrogante anterior, la respuesta, para darla con brevedad, se reduce a lo siguiente:

1.° La misión del Estado individualista se reduce a regular las relaciones de derecho entre sus miembros; es decir, a administrar el derecho privado (función administrativa).

2.° La del Estado totalitario se encamina a la realización del derecho de esa especie de super sociedad creada a costa de sus propios individuos (visión desorbitada de lo que hemos llamado en el libro función política).

3.° La misión del poder de un Estado como el nuestro es llevar a cabo las dos funciones, administrativa y política.

Desconocer una de ellas, no solamente es hacer las cosas de una manera incompleta, sino que además es empeñarse en realizar un imposible; su existencia o no existencia no depende de la voluntad del hombre y, se proclamen o no, existen y gravitan inexorablemente sobre la realidad de los pueblos.

Y así resulta que aquellos sistemas que lo desprecian, como por mucho que filosofeen no pueden desligarse de la realidad, acaban llevándolas a efecto, aunque sin proclamarlo, y acaban los unos haciendo política hasta cuando no la deben hacer y los otros transformando en administración lo que no es sino política.

Nosotros creemos en la. existencia de las dos funciones y además, creemos en la imposibilidad de esquivar una de ellas so pena de acabar, como los sistemas anteriores, llevándolas a cabo subrepticiamente, vergonzosamente, y por eso organizamos la sociedad de una manera clara y rotundamente diferenciada.

- La colectividad como suma de individuos organizada en sindicatos y municipios para verificar la función administrativa,

- y el pueblo como entidad social organizada en partidos políticos para hacer la función política.
(Inciso: En Falange Española Digital esto serían meras Asociaciones Políticas ya que no existiría ni un solo Partido Político al modo que hoy conocemos y mucho menos al modo de Partido Único)

2) Unidad del poder y separación de funciones.


Vamos, pues, a empezar el esquema de una posible organización del Estado, y como nada hay más claro para entender las cosas que lo que se ve en un. gráfico, hemos intentado condensar en uno todo lo que vamos a decir y, por lo tanto, a él remitimos al lector como mejor procedimiento de seguir el texto.

En él se empieza por el jefe.

Este, como jefe de un Estado que se mira a sí mismo de un modo completo, es a la vez jefe
del movimiento y jefe de la administración; todo lo que no sea partir de esta idea. es caer en uno de los sistemas que a lo largo de estas páginas hemos venido condenando. Además, decimos que es jefe, es decir, que manda; cosa que aparte de la exigencia elemental de que el mando se acomode a lo prescrito por el derecho, o sea aparte de que se asiente sobre un mandar justo, supone además el ejercicio completo de los diferentes aspectos del mando.

La democracia individualista liberal, que es el intento históricamente más enérgico que se conoce para atomizar y pulverizar al Estado, utilizó corno excelente instrumento para esta finalidad la teoría de la división del poder (no de la división de poderes como frecuentemente se dice).

Pretendían los liberales que el poder del Estado se halla dividido en varios poderes parciales; ejecutivo, legislativo, etc., que habían de ser encomendados a titulares distintos; y en esta parcelación encomendaban a los jefes de Estado un llamado poder moderador, bastante confuso y desairado por cierto, cuya función se asemejaba mucho a la que suele conocerse cen el nombre de templador de gaitas.

Todo esto no es más que el intento de desnaturalizar el poder del Estado y con él el propio Estado.

El poder del Estado no es otra cosa que el derecho mismo en cuanto exige ser realizado, y siendo uno el derecho, claro está que el poder ha de ser también uno.

Este poder uno, es el que corresponde al jefe, el cual por tanto manda con plenitud de poder.

Otra cosa es afirmar como aquí lo hacemos, que el Estado se monta sobre una sociedad civilizada; y que, según esto, viene obligado a considerarse no solamente como realizador del derecho que corresponde a cada uno de los individuos como tales individuos, sino también del que corresponde a esos individuos como miembros ligados por un mismo destino; porque esto no divide el poder sino especifica las dos clases de funciones que le competen; 

- una, en la cual le toca exclusivamente la función de administrar, porque se refiere al derecho que independiente de toda otra circunstancia acompaña de un modo intransferibie a la persona humana, y

- otra, que nace en el momento en que el hombre se decide a vivir en civilización (por lo que se llama función política), que consiste en ir actualizando las normas de convivencia.

3) El jefe con sus dos organismos de asistencia en lo ejecutiva; la junta política y la junta administrativa.


Pues bien; esta unidad del mando y esta concepción del Estado conducen al jefe, para ejercer el poder del Estado, a la necesidad de crear y presidir dos instrumentos adecuados a la misión que tiene que realizar; para la función administrativa,  

- el Gobierno o Consejo de ministros o, si se quiere con nombre de mejor sabor clásico utilizado en épocas en que se sabía el verdadero alcance de las cosas, junta de secretarios de despacho.

Pero este gobierno no es más que la suma de colaboradores técnicos que el jefe del Estado reúne cerca de sí para mejor realizar la función administrativa; es decir, son secretarios encargados del despacho de los diferentes departamentos en que se distribuye la administración pública, y la actuación del jefe del Estado quedaría manca si a la vez que se preocupa de presidir este organismo, no presidiera otro que tuviera como misión la de asesorarle en todo lo concerniente a la función política del Estado.

- Este segundo organismo es la junta política o polit-buró dicho en el argot comunista. No vamos a hablar aquí de la organización que deba dársela, como tampoco de la organización más conveniente a la mejor eficacia de la junta administrativa. Ambas cosas se dirán después y aqui sólo nos referimos a su función. Pues bien, la junta política tiene como misión esencial la de asistir al jefe en el ejercicio de la función política del Estado, y como hemos dicho que esta función es sustancial e ineludible con el Estado mismo, no es cosa de encarecer su importancia como si se tratara, por otra parte, de una invención de los tiempos modernos.

Esto, ni es lo nuevo ni es lo antiguo, es lo permanente; siempre que se ha querido realizar un Estado servidor de la verdad se ha tenido que recurrir a esta doble acción.

En España, durante esas mejores épocas clásicas a las que hemos aludido, al mismo tiempo que había unos secretarios de despacho que ayudaban al rey (rey gobernante, no rey espectador como en la época liberal) en sus tareas de gobierno, había también un Consejo Real de Castilla encargado de asesorarle políticamente.

Hoy en Rusia sucede lo mismo; Stalin que no es ningún jefe liberal y sabe que lo que se está haciendo en Rusia no es un Estado neutro sino un Estado comunista, tiene junto al gobierno de comisarios del pueblo una junta política o boureau politik y tanta importancia dio en un principio a esta junta sobre el gobiemo de comisarios, que hasta que observó en Hítler (su gran modelo) la conveniencia de presidir a la vez el Estado y el partido, fué sólo jefe del boureau y no del gobierno, si bien es verdad que siempre tuvo buen cuidado en recordar a las gentes que el gobierno no estaba autorizado a dar un paso sin el informe de la junta política.

Lo cual, dicho sea accidentalmente, es menos disparatado que si por el contrario hubiera concedido toda la atención al gobierno con olvido absoluto de la labor política del boureau, porque lo primero le llevaría a una hipertrofia de la acción comunista sobre el Estado (cosa no del todo mala para un movimiento encargado de imponer el comunismo), y en cambio lo segundo le hubiera llevado inevitablemente a una de estas dos cosas:

a una vuelta al sistema liberal, para el que sólo hay administración, o

a una dictadura personal donde la política quedaba reducida a su opinión individual.

Por lo tanto, un jefe de Estado que quiera realizar el poder ejecutivo de acuerdo con las normas necesarias para poder decir que preside un Estado tal como debe ser y no un Estado neutro, ha de tener estos dos brazos esenciales de trabajo un gobierno formado por hombres especialmente capacitados para llevar el peso de sus respectivos despachos ministeriales, y una junta política compuesta de hombres que tengan una visión clara de qué cosa es el Estado y cuál es la misión política que deben realizar.

Con esto no es que se hagan dos gobiernos ni que se quiera complicar la administración pública, es que el Estado es así y no es cosa de mirarlo con sólo un ojo; por eso, esta duplicidad de funciones y de organismos hay que llevarla adelante hasta en los más pequeños y superficiales aspectos, porque todo contribuye a mantener viva en la colectividad la idea de su razón de ser como pueblo.

Así, cuando se reunen las dos cámaras para la proclamación de leyes, no debe aparecer en la presidencia de las Cortes únicamente el gobierno, sino el gobierno y la junta política; pues de lo contrario, al menos de un modo físico, vendría a interpretarse esta ausencia como una falta de interés demostrado por el Estado hacia la función política.


4) Organización de la junta administrativa; Secretarias generales de despacho.


Vamos a hablar ahora del aspecto orgánico de las dos juntas que acabamos de enunciar, en cada una de las cuales reside la misión de ayudar al jefe del Estado en el ejercicio de las diferentes funciones del poder del Estado y las dos sirven para asistir al jefe en lo que de ejecutivo tiene ese poder.

Empecemos por una de ellas, la junta administrativa.

En el gráfico hemos supuesto que esta junta de gobierno o Consejo de ministros estaba compuesta por un reducido número de superministros o secretarios generales de despacho colocados al frente de grandes ministerios que a su vez agrupaban otros ministerios menores.

La razón de ello está en la necesidad de reorganizar la actual teoría ministerial de compartimentos estancos, agrupando con miras a una mayor eficacia y compenetración a los que tengan análoga función. 

Un ejemplo servirá para poner en evidencia esta necesaria coordinación:

Todos los países, en tiempo de paz tienen ministerios autónomos para los ejércitos de tierra, mar y aire; sin embargo, no habrá un sólo país que al entrar en guerra continúe considerando estas tres armas como independientes y sin relación alguna, por lo tanto, si en el momento de exigir mayor rendimiento se hace preciso ponerlos en una mano o, al menos, recurrir a un único mando supremo, ¿por qué no se empieza a pensar así (puesto que la razón de ser de tales ministerios es estar preparados para la guerra) desde los tiempos de la paz?

Otro caso análogo tenemos en la economía de una nación:

la economía hoy es un todo complejo y enlazado. Si al mismo tiempo que se hace una política financiera no se ocupa uno de la industria, el comercio y la agricultura, jamás podrá hacerse una economía próspera. Hemos visto en los capítulos que hemos dedicado a la revolución social lo inseparablemente unidas que están estas cuatro ramas de la producción; pues bien, todo lo que sea empeñarse en mantener ministerios independientes es ayudar a que se pierda la labor de cada uno en una serie de esfuerzos heterogéneos, cuando no por un prurito estúpido de autonomía ministerial.

Con lo dicho queda suficientemente encarecida la necesidad de agrupar los ministerios con arreglo a su función, formando así una especie de junta de super-ministerios.

Veamos cómo se podría hacer la reorganización propugnada, advirtiendo que para seguir una nomenclatura más clásica y más ajustada a la misión de cada uno hemos dado el nombre de secretarios generales de despacho a los super-ministros, dejando el nombre de ministros a los demás.

Así, un gobierno que se compusiera de los departamentos que normalmente integran la mayoría de los países se podría resumir en estas grandes secretarías.

1ª La Secretaría General del Interior, que al abarcar la triple organización enunciada en los capítulos anteriores (familia, sindicato y municipio), debe comprender a los ministerios de Educación Nacional, Trabajo y Administración Local.

2ª Secretaría General del Exterior, que agrupe a los ministerios de Relacionees Exteriores y Colonias.

3ª Secretaría General de Defensa, comprendiendo a los ministeros del Ejército, Marina y Aire.

4ª Secretaría General de Servicios, formada con los ministerios de Orden Público Obras Públicas, Presupuestos y Justicia.

5ª Secretaría General de Economía, con los ministerios de Hacienda (aspecto financiero), Industria, Comercio y Agricultura.

No estaría de más insistir en que esta división es puro casuisrmo y no tiene más valor que como intento de coordinar funciones de manera que desaparezca esa impalpable sensación de coto cerrado que informa hoy la vida ministerial y que hace fracasar infinidad de buenas intenciones.


5) Organizacián de la junta política. Secretaria General del Movimiento.



En cuanto a la organización de la junta política poco hay que hablar, ya que tiene una misión de conjunto y no departamentos específicos que regir, como en el caso anterior. Ello hace que el número de miembros sea variable, Sin embargo, hay algo que la caracteriza corno fundamental; me refiero a la Secretaría General del Movimiento.

Acabamos de ver que la junta administrativa tiene una misión de asistir al jefe del Estado en el ejercicio de la función administrativa y que además se proyecta hacia la colectividad organizándose para su servicio en Secretarías Generales de Despacho.

Pues bien; esta doble proyección se da también en la junta política; en ella, aparte de la misión de asesorar políticamente al jefe del Estado, se da también la misión de proyectarse hacia el pueblo para realizar la labor característica de su función.

Esto se hace por intermedio de un único Secretariado General del Movimiento, encomendado, para mayor vinculación en la junta política, al propio Secretario General de la junta.

La Secretaría General, por lo tanto es el organismo encargado de proyectar el movimiento sobre la organización de la colectividad y que se diferencia sustancialmente de los partidos políticos en que, como ya hemos dicho en el capítulo anterior,

- una es la encargada de proyectar el movimiento, es decir, el fin de la unidad política del pueblo, y

- otra los partidos, es decir, el medio de llevar a cabo esta intención; por eso éstos reclutan sus afiliados en la propaganda de sus actos;

aquélla no recluta afiliados sino que organiza a la nación entera y sobre toda ella se proyecta agrupándola de la mejor manera; por lo tanto, todo se reduce en cuanto a su misión a afirmar que es la encargada de inyectar el movimiento en la colectividad, y en cuanto a la organización, a encontrar el modo más universal de hacerlo; tratemos de indagar esto.

Las organizaciones que al hablar de la colectividad hemos señalado como más racionales y totales, son la municipal y la sindical: nos basta con una de ellas, ya que se trata aquí de agrupar a la persona humana, y sería una repetición inútil considerarla en su doble aspecto de habitabilidad y tarea; y como en este momento del mundo nos interesa más la organización laboral que la local, porque así podemos dedicar mayor atención a esta labor social que tan necesitada está de realizar en los momentos actuales, elegimos la organización sindical.

Pero la organización sindical, por agrupar profesiones alcanza sólo a los que están en edad de trabajar y deja fuera a toda esa enorme masa infantil y estudiante y a toda la masa femenina del hogar; por lo tanto no basta con la organización sindical para abarcar a toda la nación; es preciso también acudir al joven y al ama de casa.

De aquí la convivencia de tres organizaciones:

1ª Un gran frente de trabajo que coincidiendo con la organización sindical tantas veces reclamada agrupe a toda la generación laboral de una nación. Ya dijimos en un capítulo anterior que la organización sindical no es un instrumento de partido, sino un instrumento del Estado. Por tanto, su inspiración política no puede quedar encomendada a otra acción que a la de esta Secretaria General.

2ª Un gran frente de juventudes o de educación que (para no caer en el error clasista de separar al estudiante del obrero) comprenda toda la juventud de la nación; tanto la matriculada en los colegios y centros de estudios universitarios como la encuadrada en las escuelas profesionales de trabajo manual, donde los futuros operarios realizan el aprendizaje de sus respectivos oficios, como los niños de todas las escuelas públicas y de enseñanza elemental.

3º Un gran frente femenino o, si se quiere, sección femenina a favor de la cual se trate de alcanzar para la mujer la proyección política necesaria.

La Secretaría General del Movimiento, sobre estos tres únicos frentes que por abarcar a toda la colectividad excluye cualquier tentación de convertirse en un partido más; debe realizar

- en primer término una labor propagandística de los fines que persigue y que consisten esencialmente en presentar al pueblo las razones unitarias que lo aglutinan y, en general, todo lo que vaya en defensa de una concepción cristiana del hombre y del Estado y de una vuelta a la jerarquización de los valores morales que permita poner la libertad en armonía con la justicia y elimine así la terrible situación social que ha Ilegado a emparedar al hombre entre capítalismos y comunismos.

- En segundo término, el movimiento deberá realizar una labor de proselitismo; nada es posible que no resida en el hombre; y el movimiento tiene que formar hombres no solo para continuar con eficacia esta labor de propaganda, sino para ofrecérsela al Estado como futuros dirigentes.

6) El jefe con sus dos órganos de asistencia en lo legislativo; las cámaras política y administrativa. Las Cortes.


Además de estas dos juntas y a la altura de ellas vemos en el gráfico, como si fueran dos organismos análogos, la cámara política y la cámara administrativa.

Sus misiones son, por una parte, asistir al jefe (dentro del aspecto legislativo) en la realización de cada una de las funciones del poder; y por otra recoger en su seno la intervención del pueblo en las distintas tareas de gobierno. En ellas, por ,lo tanto, hay tres aspectos a considerar:

1° En relación con el pueblo.

2.° En relación con las juntas respectivas.

3.° En relación con el jefe.

En cuanto a la primera relación solo tenemos que recordar que ambas se forman por representantes libremente elegidos por el pueblo a través

- en un caso, de los sindicatos y de los municipios, y

- en otro caso a través de los partidos políticos; de aquellos partidos políticos que se hayan formado dentro de los principios sustentados por el movimiento nacional.

En cuanto a la segunda, plantea diferentes problemas de tipo constitucional, que sólo vamos a enunciar ya que el objeto de este capítulo se reduce a exponer un proyecto de organización del Estado en sus líneas más generales. Tales problemas se refieren a si las juntas administrativa y política, deben ser directamente apoyadas e incluso elegidas por sus respectivas cámaras. O si por tratarse de órganos encaminados al inmediato asesoramiento del jefe debe ser éste quien elija sus miembros; si estos miembros deben ser extraídos del seno de las cámaras o con independencia absoluta; si deben rendir cuentas de su gestión ante las cámaras y, en este caso, qué clase de atribuciones corresponden a éstas, etc. etc.

Claro está que todo ello ha de ser sin que redunde en menoscabo de la autoridad del jefe, para lo cual habría que resolver antes el problema de si conviene que presida directamente el gobierno y la junta política, en cuya caso la intervención de las cámaras ha de ser limitada, o si, por el contrario, ha de presidirlas por intermedio de otra persona, dejando más amplia acción a las cámaras; bien entendido que esta amplitud no debe llegar a hacer que el jefe caiga en el tremendo error liberal de
reinar y no gobernar.

Hoy el pueblo, tal como están de complicados los problemas del mundo, no puede permitirse el lujo de tener un jefe de Estado decorativo.

Para resolver la tercera relación vemos en el gráfico que ambas cámaras se reunen en una sóla que llamamos Cortes, cuya misión es doble;

- reunir de un modo permanente la labor legislativa de las dos funciones en materias que interesan a las dos cámaras y

- Constituir en momentos solemnes de la nación el órgano supremo de importancia nacional.

Por una parte sirve al jefe del Estado en el ejercicio de la función legislativa reduciendo a una todas las aspiraciones del pueblo y todas las aportaciones de colaboración.

Por otra, sirve para que en ausencia o fallecimiento del jefe realice los actos de continuidad y sucesión, aunque no de mando; ya que éste, debe recaer durante la trasmisión de poderes en un triunvirato formado por el presidente de las Cortes y los dos presidentes (si los hubiere y, si no, los dos representantes más antiguos o más caracterizados) de la junta política y la junta administrativa, que de este modo vendrían a constituir instantáneamente en caso necesario lo que se pudiera llamar el Consejo de la Regencia.


7) La organiza,ción expuesta no provoca interferencias en la práctica.



Para acabar este capítulo voy a insistir en algo que en cierto modo ha sido tocado ya; se trata de la duda que tal vez asalte al lector sobre si la presencia de la cámara y la junta política no supone en la práctica una interferencia en la labor de la cámara y la junta administrativa.

Nótese que dejamos a un lado la justificación ideológica de su coexistencia, ya que ello obedece a la definición dada al Estado y no es cosa de ponemos ahora a repetir argumentos; hemos dicho que es una necesidad insoslayable esta duplicidad de funciones, y se acabó.

Se trata de algo más sutil, se trata de si esta dualidad que en teoría está aceptada como obligatoria trae en la práctica una consecuencia perjudicial para el buen ejercicio de la labor del Estado.

No; son funciones totalmente necesarias y sus labores mejor que interferirse se complementan.

Si decimos, por ejemplo, que el Estado que pretendemos construir ha de ser cristiano, es preciso impedir que ese Estado llegue a ser comunista; para ello no basta que aumentemos la policía armada o, mejor dicho, nada hay más ingenuo que presentar la cosa como un problema de policía armada o de simple administración; es un problema político, es un problema de vigilia permanente para evitar, por ejemplo, que por olvido de un principio cristiano tan fundamental como el de la justicia, pueda llegar a confundírsele con la legalidad y llegue a hacerse una legislación tan arbitraria que en ella pueda germinar la razón comunista; si el liberalismo hubiera tenido este órgano encargado de impedir el erróneo "Iaissez faire" no se hubiera llegado a la injusticia capitalista y, por tanto, no se hubiera llegado a la injusticia marxista.

Por otra parte, la existencia de esta organización vigilante del movimiento nacional no coarta para nada la recta actuación de las dos cámaras populares.

En muchos países, entre ellos España, funciona, precisamente construído por el sistema liberal, un Consejo de Estado encargado de vigilar el cumplimiento de las normas constitucionales en la legislación diaria; pues bien, ¿qué liberal consecuente puede objetar contra esta otra especie política de Consejo de Estado (no olvidemos que el Consejo de Estado en España fué el sucesor del Consejo Real de Castilla y que esta sucesión recogió sólo el aspecto jurídica dejando desatendido el aspecto político) que se encarga de vigilar el cumplimiento de las normas fundamentales de la civilización cristiana?

Porque afirmar que vivimos dentro de la civilización cristiana no es afirmar que tenemos mejores carreteras que el país de los negros; es afirmar que somos un pueblo, y que este pueblo es tal porque ha aceptado un destino determinado y una serie de principios que además de conducimos a su enunciación nos conducen también a la exigencia de su aplicación.

Cuando Rousseau afirmaba que su concepción política se movía dentro de la civilización cristiana, diría cualquier cosa menos que estaba propugnando un Estado cristiano; pues de lo contrario
no hubiera empezado por desconocer los derechos de la persona humana ni por atribuir al ciudadano la libertad de modificar sus propios soportes morales.

En definitiva; todo Estado como debe ser, tiene que proclamar su deseo de vivir dentro de una norma permanente; y en consecuencia, necesita acudir a una organización vigilante, en cierto punto, definitoria; como la misma Iglesia, que afirma una doctrina católica necesita mantener la estructura conciliar que garantice la pureza y el cumplimiento permanente del dogma; y sólo un Estado como el liberal, que se declara indiferente ante cualquier cuestión, puede desentenderse de esta vigilancia
obligada.

Pero la consecuencia no puede ser más inevitable; sí el liberalismo renuncia a declarar intangibles los principios cristianos que, al menos en apariencia, sustenta, lo que hace es renunciar a mantenerse dentro de la civilización occidental y aceptar que está dispuesto a admitir el anticristianismo con la misma impasibilidad que el prestidigitador se brinda; a tragar todas las espadas que le proporcionan.

Lo cual, ya lo hemos visto, no sólo es una inquietante perspectiva digna de ser tenida en cuenta por el hombre occidental, sino que es algo más que perspectiva; es el camino que conduce inevitablemente al triunfo del enemigo.

No quiero terminar este capítulo sin volver a insistir en algo que aun escrito en sus primeras líneas conviene advertir de nuevo para no caer en lamentables equivocaciones: Todo lo que en él se ha dicho de organización general del Estado es puro casuismo digno únicamente de ser tomado como tal.

La concepción del hombre como un ser completo e indivisible; su vocación a la sociabilidad y el nacimiento según esta vocación de una sociedad natural conocida con el nombre de Estado; la existencia, por lo tanto, de dos grupos de derechos, correspondientes unos al hombre en sí y otros al hombre en sociedad; la obligación del Estado a garantizar estas dos clases de derechos y a no confundirlos ni mediatizarlos; la concepción en consecuencia de una vida social realizadora de ambas cosas, es algo indiscutible y fuera de toda opinión.

Pero la organización que para esto; para "administrar" el derecho privado y para ejercer el derecho de la "polis", se quiera dar a la sociedad es algo que corresponde a cada pueblo determinar.

Si acabáramos este libro pretendiendo que los pueblos; aun los que quieran vivir dentro de unos, mismos principios comunes, no pueden elegir la organización que más les guste, caeríamos en la impertinencia de nuevos ricos en que han venido a caer tantos pueblos después de la guerra:

Ellos tienen una disculpa; nosotros no.

Ellos están pasando el sarampión, de las grandes definiciones y es natural que después de haber ganado una guerra mundial en nombre de las democracias no solamente se sientan padres de la democracia, sino, además, quieran convencer a los demás, incluso por la fuerza, que lo mejor que pueden hacer para ser verdaderamente demócratas no es elegir libremente la forma que más les guste, sino reconocer que la que más les gusta y la que va más de acuerdo con el derecho de autodeterminación de los pueblos es la, que el otro les quiere imponer.

La guerra justifica todos los nerviosismos y sobre todo la victoria; una victoria así, colosal, absoluta, sin límites, parece que da derecho a sentirse no solamente amos del mundo, sino dueños además del derecho y de la norma. Por eso no nos enfademos demasiado con su actitud, pero no caigamos en su pecado.

Estoy escribiendo estas líneas ante un paisaje eterno de montes que llevan siglos vestidos de verde y ante un mar duro, sonoro e invariable.

Aquí es fácil distinguir lo que permanece y lo que muda; además estos montes que tengo delante, llevan nombres heroicos de la historia de España; Oriamendi y San Marcial; la tradición y la independencia; estas cosas sí que son permanentes y no los estudiados gritos de las Cancillerías.

José Luis de Arrese1947.





Cuéntame...Lo que no nos cuentan.

 


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