La forma y el contenido de la democracia

La forma y el contenido de la democracia
"Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido.No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;busquemos, pues, otro camino"
José Antonio Primo de Rivera 16 de enero de 1931

lunes, 11 de julio de 2016

Falange y La Revolución Agraria


La Revolución Agraria del Nacional-Sindicalismo.

 



En buena lógica la Reforma Agraria debe realizarse en consonancia con los problemas del campo propios de cada época y según la percepción de quienes lo trabajan.

Los fundadores dejaron contundentemente claras cuales debían ser las líneas directrices ante la problemática de su época.

Hoy en día en algunas regiones grandes extensiones de terrreno continúan en las manos privadas de un número reducido de familias. Esto no quere decir que deban ser expoliados por el Estado al estilo socialista o comunista, sino que una gran parte de estas posesiones deberán cumplir su finalidad social.

Sin embargo hoy en día existen, además, otros criterios a tener en cuenta; como los ecológicos, de preservación del medio ambiente, los cotos de caza y otros que antiguamente no se percibían como un problema tan acuciante.

 



"Se dirá que es injusto desposeer a uno de su propiedad para dársela a otro; efectivamente, sólo una necesidad extrema e insoluble del problema agrario podría justificar este modo de resolver las cosas, como la cirugia en medicina se justifica sólo como recurso final y no como solución primaria a cualquier diagnóstico apresurado"
José Luis de Arrese.

Teoría de la Reforma Agraria de la II República.

 

José Antonio y la Revolución Agraria.


 "Nuestra vida agraria, la de nuestras ciudades pequeñas y nuestros pueblos, es absolutamente inhumana e indefendible. España, que tiene una superficie sobrada para  poder sostener 40 millones de habitantes, por una distribución absurda de la propiedad territorial, y por un retraso inconcebible en las obras de riego, mantiene un régimen en que dos millones de familias por lo menos viven en condiciones inferiores a la de los animales domésticos y casi a la de los animales salvajes (...) Pues bien, esto de que en España se viva así, esto de que no tenga ningún interés histórico que cumplir en la vida universal y esté manteniendo por debajo un régimen social totalmente injusto, es lo que hace que España tenga todavía pendiente su revolución".
José Antonio: Diaro de Sesiones 6-6-1934

Junto a la nacionalización del crédito, J.A. cita el problema agrario como una de las preocupaciones más urgentes y acuciantes."

«[ ... ] Hay que tomar al pueblo español, hambriento de siglos, y redimirle de las tierras estériles donde perpetúa su miseria; hay que trasladarle a las nuevas tierras cultivables; hay que instalarle, sin demora, sin espera de siglos, como quiere la ley de contrarreforma agraria, sobre las tierras buenas.
Me diréis: pero ¿pagando a los propietarios o no? Y yo os contesto: esto no lo sabemos; dependerá de las condiciones financieras de cada instante. Pero lo que yo os digo es esto: mientras se esclarezca si estamos o no en condiciones financieras de pagar la tierra, lo que no se puede exigir es que los hambrientos de siglos soporten la incertidumbre de si habrá o no habrá reforma agraria»
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José Antonio es, a veces, muy tajante:

«Para esto habrá que sacrificar unas cuantas familias [ ... ] No importa. Se las sacrificará. El pueblo español tiene que vivir. Y no tiene dinero para comprar todas las tierras que necesita. El Estado no puede ni debe sacar de ningún sitio, si no es arruinándose, el dinero preciso para comprar las tierras en que instalar al pueblo. Hay que hacer la reforma agraria revolucionariamente; es decir, imponiendo a los que tienen grandes tierras el sacrificio de entregar a los campesinos la parte que les haga falta».

La reforma agraria, tal como la concibe José Antonio, se basa como para otros sectores de la economía, en la entrega de los medios de producción a los «productores». Es ahí donde el sindicato está llamado a desempeñar también un papel fundamental, por las razones que explica en un artículo en Arriba:

“Es necesario enseñar a los campesinos que la concepción individualista de la propiedad se ha perdido; hay que hacerles comprender que en nuestra era industrial deben organizar la vida y los esfuerzos colectivamente; que no es cuestión de expropiaciones, sino que la propiedad debe estar integrada en una diplomacia social destinada precisamente a acrecentar la propiedad de los trabajadores del campo. A un régimen individualista que ha dado pruebas de su ineficacia debe suceder un régimen de cooperación, y que sólo el sindicalismo, basado sobre cooperativas, los pondría al abrigo de los movimientos de un capitalismo agitador y especulador."


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Dice que el capitalismo es una armadura que incorpora los factores de la propiedad a la dominación financiera.
Como ejemplo, se refiere a la Cooperativa Sam, y expresa lo que ocurre, con un negocio de leche donde se aúnan los esfuerzos de miles de modestos campesinos que quieren constituir una Cooperativa para obtener directamente los beneficios y cuando comienzan a lograrse éstos una gran empresa extranjera, que tiene grandes negocios en medio mundo, y a la que no le importa nada perder varios millones de pesetas, rebaja el precio de venta unos céntimos y arruina por entero a una provincia como ésta. (Ovación ensordecedora.)
Resumen del discurso de José Antonio en Santander el 26-01-1936

Intervención parlamentaria en el debate sobre la Ley de Reforma Agraria.


"El tema de toda esta discusión creo que puede encerrarse en una pregunta: ¿Hace falta o no hace falta una Reforma agraria en España? Si en España no hace falta una Reforma agraria, si alguno de vosotros opina que no hace falta, tened el valor de decirlo y presentad un proyecto de ley, como decía el señor Del Río, que diga: "Artículo único. Queda derogada la ley de 15 de septiembre de 1932". Ahora, ¿hay alguno entre vosotros, en ningún banco, que se haya asomado a las tierras de España y crea que no hace falta una Reforma agraria? Porque no es preciso invocar ninguna generalidad demagógica para esto; la vida rural española es absolutamente intolerable

Prefiero no hacer ningún párrafo; os voy a contar dos hechos escuetos. Ayer he estado en la provincia de Sevilla: en la provincia de Sevilla hay un pueblo que se llama Vadolatosa; en este sitio salen a las tres de la madrugada las mujeres para recoger los garbanzos; terminan la tarea al mediodía, después de una jornada de nueve horas, que no puede prolongarse por razones técnicas, y a estas mujeres se les paga una peseta. (Rumores. El señor Oriol: "Mejor sería denunciar el hecho concreto, con nombres".)

Otro caso de otro estilo. En la provincia de Avila –esto lo debe saber el señor ministro de Agricultura– hay un pueblo que se llama Narros del Puerto. Este pueblo pertenece a una señora que lo compró en algo así como ochenta mil pesetas. Debió de tratarse de algún coto redondo de antigua propiedad señorial. Aquella señora es propietaria de cada centímetro cuadrado del suelo; de manera que la iglesia, el cementerio, la escuela, las casas de todos los que viven en el pueblo, están, parece, edificados sobre terrenos de la señora. Por consiguiente, –ni un solo vecino tiene derecho a colocar los pies sobre la parte de tierra necesaria para sustentarle, si no es por una concesión de esta señora propietaria. Esta señora tiene arrendadas todas las casas a los vecinos que las pueblan, y en el contrato de arrendamiento, que tiene un número infinito de cláusulas, y del que tengo copia, que puedo entregar a las Cortes, se establecen no ya todas las causas de desahucio que incluye el Código Civil, no ya todas las causas de desahucio que haya podido imaginarse, sino incluso motivos de desahucio por razones como ésta: "La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados". (Risas y rumores.) Es decir, que ya no sólo entran en vigor todas aquellas razones de tipo económico que funcionan en el régimen de arrendamientos, sino que la propietaria de este término, donde nadie puede vivir y de donde ser desahuciado equivale a tener que lanzarse a emigrar por los campos, porque no hay decímetro cuadrado de tierra que no pertenezca a la señora, se instituye en tutora de todos los vecinos, con esas facultades extraordinarias, facultades extraordinarias que yo dudo mucho de que existieran cuando regía un sistema señorial de la propiedad.

Pues bien: esto, que en una excursión de cien kilómetros se encuentra repetido por todas las tierras de España, nos convence, creo yo que nos convence a todos, de que en España se necesita una Reforma agraria. Ahora, entiendo que, evidentemente, la Reforma agraria es algo más extenso que ir a la parcelación, a la división de los latifundios, a la agregación de los minifundios. La Reforma agraria es una cosa mucho más grande, mucho más ambiciosa, mucho más completa; es una empresa atrayente y magnífica, que probablemente sólo se puede realizar en coyunturas revolucionarias, y que fue una de las empresas que vosotros desperdiciasteis a vuestro tiempo. (El señor Guerra del Río: "Exacto".)

La Reforma agraria española ha de tener dos partes, y si no, no será más que un remedio parcial, y probablemente un empeoramiento de las cosas. 

En primer lugar, exige una reorganización económica del suelo español. El suelo español no es todo habitable, ni muchísimo menos; el suelo español no es todo cultivable. Hay territorios inmensos del suelo español donde lo mismo el ser colono que el ser propietario pequeño equivale a perpetuar una miseria de la que ni los padres, ni los hijos, ni los nietos se verán redirnidos nunca. Hay tierras absolutamente pobres, en las que el esfuerzo ininterrumpido de generación tras generación no puede sacar más que cuatro o cinco semillas por una. El tener clavados en esas tierras a los habitantes de España es condenarlos para siempre a una miseria que se extenderá a sus descendientes hasta la décima generación.

Hay que empezar en España por designar cuáles son las áreas habitables del territorio nacional. Estas áreas habitables constituyen una parte que tal vez no exceda de la cuarta de ese territorio; y dentro de estas áreas habitables hay que volver a perfilar las unidades de cultivo. No es cuestión de latifundios ni de minifundios; es cuestión de unidades económicas de cultivo. Hay sitios donde el latifundio es indispensable –el latifundio, no el latifundista, que éste es otra cosa–, porque sólo el gran cultivo puede compensar los grandes gastos que se requieren para que el cultivo sea bueno. 

Hay sitios donde el minifundio es una unidad estimable de cultivo; hay sitios donde el minifundio es una unidad desastrosa. 

De manera que la segunda operación, después de determinar el área habitable y cultivable de España, consiste, dentro de esa área, en establecer cuáles son las unidades económicas de cultivo. Y establecidas el área habitable y cultivable y la unidad económica de cultivo, hay que instalar resueltamente a la población de España sobre esa área habitable y cultivable; hay que instalarla resueltamente, y hay que instalarla –ya está aquí la palabra, que digo sin el menor deje demagógico, sino por la razón técnica que vais a escuchar en seguida– revolucionariamente. Hay que hacerlo revolucionariamente, porque, sin duda, queramos o no queramos la propiedad territorial, el derecho de propiedad sobre la tierra, sufre en este momento ante la conciencia jurídica de nuestra época una subestimación. Esto podrá dolernos o no dolernos, pero es un fenómeno que se produce, de tiempo en tiempo, ante toda suerte de títulos jurídicos. En este momento la ciencia jurídica del mundo no se inclina con el mismo respeto de hace cien años ante la propiedad territorial.

Me diréis que por qué le va a tocar a la propiedad territorial y no a la propiedad bancaria –a la que va a llegar su turno en seguida–; que por qué no le va a tocar a la propiedad urbana, a la propiedad industrial. Yo no soy el que lleva la batuta del mundo. (El señor Oriol de la Puerta: "La propiedad bancaria será la causante de eso".) Esa es la que vendrá en seguida. Pero yo no llevo la batuta del mundo. En este instante, la que está sometida a esa subestimación jurídica ante la conciencia del mundo es la propiedad territorial, y cuando esto ocurre, queramos o no queramos, en el momento en que se opera con este título jurídico subestimado, hay que proceder a una amputación económica cuando se quiere cambiar de titular. Esto ha ocurrido en la Historia constantemente; el señor Sánchez Albornoz, con mucha más autoridad que yo, lo decía. Hay un ejemplo más reciente que los que ha referido el señor Sánchez Albornoz: es el de la esclavitud. Nuestros mismos abuelos, y tal vez los padres de algunos de nosotros, tuvieron esclavos. Constituían un valor patrimonial. El que tenía esclavos, o los había comprado o se los habían adjudicado en la hijuela compensándolos con otros bienes adjudicados a los otros herederos. Sin embargo, hubo un instante en que la conciencia jurídica del mundo subestimó este valor, negó el respeto a este género de título jurídico y abolió la esclavitud, perjudicando patrimonialmente a aquellos que tenían esclavos, los cuales tuvieron que rendirse ante la exigencia de un nuevo estado jurídico.

Pero es que, además de este fundamento jurídico de la necesidad de operar la Reforma agraria revolucionariamente, hay un fundamento económico, que somos hipócritas si queremos ocultar. En este proyecto del señor ministro de Agricultura se dice que la propiedad será pagada a su precio justo de tasación, y se añade que no se podrán dedicar más que cincuenta millones de pesetas al año a estas operaciones de Reforma agraria. ¿Qué hace falta para reinstalar a la población española sobre el suelo español? ¿Ocho millones de hectáreas, diez millones de hectáreas? Pues esto, en números redondos, vale unos ocho mil millones de pesetas; a cincuenta millones al año, tardaremos ciento sesenta años en hacer la Reforma agraria. Si decimos esto a los campesinos, tendrán razón para contestar que nos burlamos de ellos. No se pueden emplear ciento sesenta años para hacer la Reforma agraria; es preciso hacerla antes, más de prisa, urgentemente, apremiantemente, y por eso hay que hacerla, aunque el golpe los coja y sea un poco injusto, a los propietarios terratenientes actuales; hay que hacerla subestimando el valor económico, como se ha subestimado el valor jurídico.

Vuestra revolución del año 31 pudo hacer y debió hacer todas estas cosas. (Asentimiento.) Vuestra revolución, en vez de hacerlo pronto y en vez de hacerlo así, lo hizo a destiempo y lo hizo mal. Lo hizo con una ley de Reforma agraria que tiene, por lo menos, estos dos inconvenientes: 

un inconveniente, que en vez de querer buscar las unidades económicas de cultivo y adaptar a estas unidades económicas las formas más adecuadas de explotación, que serían, probablemente, la explotación familiar en el minifundio regable y la explotación sindical en el latifundio de secano –ya veis cómo estamos de acuerdo en que es necesario el latifundio, pero no el latifundista–, en vez de esto, la ley fue a quedarse en una situación interina de tipo colectivo, que no mejoraba la suerte humana del labrador, y, en cambio, probablemente le encerraba para siempre en una burocracia pesada.

Eso hicisteis, e hicisteis otra cosa: hicisteis aquello que da más argumentos a los enemigos de la ley Agraria del año 32: la expropiación sin indemnización de los grandes de España. No todos los grandes de España están tan faltos de servicios a la patria, señor Sánchez Albornoz. (El señor Sánchez Albornoz: "Lo he reconocido".) Tiene razón el señor Sánchez Albornoz; pero repare, además, en esto: lo que era preciso haber escudriñado no es la condición genealógica (El señor Sánchez Albornoz: "Estamos de acuerdo, y he presentado una enmienda".) sino la licitud de los títulos, y por eso había en la ley un precepto que nadie puede reputar de injusto, que era el de los señoríos jurisdiccionales. Yo celebro que el señor Sánchez Albornoz haya explicado, mucho mejor que yo, la transmutación que se ha operado con los señoríos jurisdiccionales. Traía apuntado en mis notas lo necesario para decirlo. Los señoríos jurisdiccionales, por una obra casi de prestidigitación jurídica, se transformaron en señoríos territoriales; es decir, trocaron su naturaleza de títulos de Derecho público en títulos de Derecho privado patrimonial. Naturalmente, esto no era respetable; pero no era respetable en manos de los grandes de España, como no era respetable en otras manos cualesquiera. En cambio, fuisteis a tomar una designación genealógica y a fijaros en el nombre que tenían derecho a ostentar ciertas familias, e incluisteis junto a algunos que tenían viejos señoríos territoriales a algunos de creación reciente, a algunos que paradójicamente habían sido elevados a la grandeza de España precisamente por sus grandes dotes de cultivadores de fincas.

No era buena, por esas cosas, la ley del año 32; pero esta que vosotros (Dirigiéndose a la Comisión) traéis ahora no se ha traído jamás en ningún régimen, y si queréis repasar en vuestra memoria lo que hizo la Monarquía francesa restaurada después de la Revolución, veréis que no llegó, ni mucho menos, en sus proyectos revolucionarios, a lo que queréis llegar vosotros ahora, porque vosotros queréis borrar todos los efectos de la Reforma agraria y queréis establecer la norma fantástica de que se pague el precio exacto de las tierras, pero con todas esas características: justiprecio en juicio contradictorio, pago al contado, pago en metálico, y si no en metálico, en Deuda pública de la corriente, de ésta que va a crear el señor Chapaprieta dentro de unos días, no ya pagando el valor nominal de las fincas en valor nominal de títulos, sino al de cotización, lo cual equivale a otro aumento del veinte por ciento de sobreprecio, aproximadamente, y después con una facultad de disponer libremente de los títulos que se obtengan. 

Comprenderéis que así es un encanto hacer una ley de Reforma agraria; en cuanto se compre la totalidad del suelo español y se reparta, la ley es una delicia; pero esto termina en una de estas dos cosas: o la ley de Reforma agraria, como dije antes, es una burla que se aplaza por ciento sesenta años, porque se va haciendo por dosis de cincuenta millones, y entonces no sirve para nada, o de una vez se compra toda la tierra de España, y como la economía no admite milagros, el papel, que representa un valor que solamente habéis trasladado de unas manos a otras, deja de tener valor, a menos que hayáis descubierto la virtud de hacer con la economía el milagro divino de los panes y de los peces.

Esto es lo que tenía preparado para dicho en un turno de totalidad a vuestro proyecto. Vosotros pensadlo. Este proyecto se mantendrá en pie, naturalmente, hasta la próxima represalia, hasta el próximo movimiento de represalias. Vosotros, que sois todavía los continuadores de una revolución, aunque esto vaya sonando cada día un poco más raro, habéis tenido que hacer frente a dos revoluciones, y no más que hoy nos habéis anunciado una tercera. Cuando está en perspectiva una tercera revolución, ¿creéis que va a detenerla, que es buena política la vuestra para detenerla haciendo la afirmación más terrible de arriscamiento quiritario que ha pasado jamás por ninguna Cámara del mundo? Hacedlo. Cuando venga la próxima revolución, ya lo recordaremos todos, y probablemente saldrán perdiendo los que tengan la culpa y los que no tengan la culpa". (¡Muy bien!).


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"Yo, que estoy dispuesto a admitir en economía agraria todas las lecciones del señor Florensa (El señor Florensa: "No puedo darle ninguna"), le preguntaría: ¿No atribuye en mucho el señor Florensa la depreciación de los productos agrícolas al hecho de que se destinen a su producción tierras estériles, o casi estériles? (El señor Florensa: "Sí".) ¿No es, en grandísima parte, culpa de que nuestros trigos cuesten a cuarenta y ocho, cuarenta y nueve o cincuenta pesetas el quintal el que se dediquen a producirlos tierras que nunca debieron dedicarse a eso? (El señor Florensa: "Absolutamente de acuerdo".) 

Pues si hay tierras feraces sin brazos que las cultiven y tierras dedicadas a cultivos absurdos, en una ambiciosa, profunda, total y fecunda Reforma agraria había que empezar por trazar el área cultivable y habitable de la Península española. (El señor Alcalá Espinosa: "Yo no me opongo a eso; pero es que estamos hablando aquí de cortar la propiedad y del inventario".) A esta primera operación, que ahora se encuentra respaldada no menos que por la autoridad del señor Florensa, la llamaba, con risueña facundia, el señor Alcalá Espinosa, literatura pintoresca.

Esta es la primera operación. 


Y la segunda operación es la de instalar de nuevo sobre las tierras habitables y cultivables a la población española

Decía el señor Alcalá Espinosa: "El señor Primo de Rivera pide que esto se haga mediante una terrible revolución." ¿Por qué terrible? Mediante una revolución. Ahora bien: en esta palabra revolución, que es perfectamente congruente con mi posición nacionalsindicalista, que todos tenéis la amabilidad de conocer, posición que no sé por qué amable licencia situó el señor Sánchez Albornoz a la derecha de la política española, en este concepto de revolución, lo que yo envuelvo no es el goce de ver por las calles el espectáculo del motín, de oír el retemblar de las ametralladoras ni de asistir al desmayo de las mujeres, no; yo no creo que ese espectáculo tenga especial atractivo para nadie; lo que envuelvo en el concepto de revolución, y así tuve el honor de explicar ayer ante la Cámara, es la atenuación de la reverencia que se tuvo a unas ciertas posiciones jurídicas; es decir, la actitud de respeto atenuado a unas ciertas posiciones jurídicas que hace cuarenta, cincuenta o sesenta años se estimaban intangibles.

El señor Florensa, con su admirable habilidad dialéctica, nos ha hecho la defensa del agricultor, la defensa del que se expone a todos los riesgos, a todas las pérdidas, por enriquecer el campo; pero el señor Florensa sabe muy bien que una cosa es el empresario agricultor y otra el capitalista agrario. Estas son funciones muy diversas en la economía agraria y en todas, como puede verse, sin necesidad de más razonamientos, con una sencillísima consideración. El gerente de una explotación grande aplica una cantidad de experiencias, de conocimientos, de dotes de organización, sin los cuales probablemente la explotación se resentiría; en tanto que si todos los capitalistas agrarios, que si todos los propietarios del campo se decidieran un día a inhibirse de su función, que consiste, lisa y llanamente, en cobrar los recibos, la economía del campo no se resentiría ni poco ni mucho; las tierras producirían exactamente lo mismo; esto es indudable.

Pues bien: si todavía en esta revisión de valores jurídicos que yo ayer comprobaba no ha llegado la subestimación en grado tan fuerte al empresario agrícola, al gestor de explotaciones agrícolas, es indudable que por días va mereciendo menos reverencia ante el concepto jurídico de nuestro tiempo el simple capitalista del campo; es decir, aquel que por virtud de tener unos ciertos asientos en el Registro de la Propiedad puede exigir de sus contemporáneos, puede exigir de quien se encuentre respecto de él en una cierta relación de dependencia, una prestación periódica. (El señor Alcalá Espinosa: "¿Por qué disocia su señoría los asientos del Registro de la Propiedad de la gerencia de la empresa agrícola? No veo la incompatibilidad, ni las dos figuras opuestas".) ¡Si esto no lo digo yo! ¡Si, como dije ayer, yo no llevo la batuta del mundo! (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así! Esta es la realidad".) Esto se hace así en el mundo y yo no tengo la culpa. (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así, señor Primo de Rivera!") El señor Alcalá Espinosa considera que esto no pasa así; yo le digo que sí pasa así. (El señor Alcalá Espinosa: "Pasa alguna vez".) 


Y éste era el sentido de la ley de Reforma agraria del año 32 y el sentido de todas las leyes de Reforma agraria, y esto es así por una razón simplicísima: porque es que esta función indispensable del gerente, esta función que se retribuye y respeta, está condicionada, como todas las funciones humanas, por una limitación física, y si puede discutirse si el gerente es necesario en una explotación de quinientas, de seiscientas, de dos mil, de cuatro mil hectáreas, es evidente que nadie está dotado de tal capacidad de organización, de tal acervo de experiencias y de conocimientos como para ser gerente de ochenta, noventa, cien mil hectáreas en territorios distintos. (El señor Alcalá Espinosa: "Repare su señoría en que...") Déjeme hablar su señoría para que concluya mi argumentación. Y como, queramos o no queramos, cada día será más indispensable cumplir una función en el mundo para que el mundo nos respete, el que no cumpla ninguna función, el que simplemente goce de una posición jurídica privilegiada, tendrá que resignarse, tendremos que resignamos, cada uno en lo que nos toque, a experimentar una subestimación y a sufrir una merma en lo que pase de cierta medida en la cual podamos, evidentemente, cumplir una función económica; de ahí en adelante, el exceso ha de ser objeto de una depreciación considerable.

Pero éste es el fundamento de la ley de Reforma Agraria del 32 y de todas las leyes de Reforma Agraria. Esto es lo que traía a la Cámara, con una cierta ingenuidad, en el supuesto de que se pretendía reformar una ley defectuosa de Reforma Agraria para hacer otra; es decir, creyendo que en el ánimo de la Cámara flotaba como primera decisión la de llevar a cabo una Reforma Agraria. Hoy me he convencido de que no, y tiene muchísima razón el señor Alcalá Espinosa cuando me tacha de pintoresco. No se trata, ni en poco ni en mucho, de hacer una Reforma Agraria. Este proyecto que estamos discutiendo, en medio de todo su fárrago, de toda su abundancia, de todo su casusmo, no envuelve más ni menos que un caso en que se permite al Estado la expropiación forzosa por causas de utilidad social. ¡Para este viaje no se necesitaban alforjas! Porque la declaración de utilidad pública –y eso lo saben todos los abogados que forman parte de esta Cámara– es incluso una de las facultades discrecionales de la Administración, una de las facultades contra las cuales no se da el recurso contencioso-administrativo; de manera que, realmente, con que para cada finca de éstas que se van a incluir se hubiera dictado una disposición que le declarara de utilidad pública en cuanto al derecho a expropiarla, estábamos al otro lado y nos hubiéramos ahorrado todos los discursos. 


Esta no es una Reforma Agraria: es la anulación de toda Reforma Agraria, de todo propósito de Reforma Agraria, y su sustitución por un caso más privilegiado que ninguno de expropiación forzosa por causa de utilidad pública o social; un caso especial de expropiación, en que va a retribuirse al expropiado sin consideración alguna a si la finca que se expropia sirve o no para la Reforma Agraria, porque no ha sido precedida de ninguna suerte de catálogo o de clasificación respecto a si era expropiable, cultivable y habitable".
 


   

 La Reforma Agraria en Onésimo Redondo Ortega.

  

Realidad de la Reforma Agraria de la II República.

 

José Luis de Arrese y la Reforma Agraria.



Unas líneas, aunque sólo sea para completar el panorama que venimos trazando, al tercer aspecto clásico de toda conmoción social: la revolución agraria.

Claro está que ella no tiene por qué figurar en todos los programas revolucionarios como los fuegos artificiales ocupan invariablemente un puesto en las fiestas populares. La revolución agraria es algo que surge en determinadas circunstancias, y no como en la industria o en la Banca por la aplicación de una teoria, Por eso, para considerar el caso como un problema de urgente solución, hay que remitirse primero al conocimiento de esas circunstancias, y como todas ellas se derivan de una sola, hay que remitirse al estudio de ésta que se origina cuando el aumento de población exige una nueva distribución de la propiedad territorial.

La revolución agraria, por tanto, se hace patente cuando, ocupadas todas las tierras de una nación y sin medio posible de hacer que los campesinos puedan encontrar una parcela para su propio cultivo, extensiones considerables de tierra están en manos de unos pocos. 

Si, además, estos pocos ni siquiera son agricultores y tienen la tierra como quien tiene un negocio de taxis en la ciudad para dejada en renta a los verdaderos cultivadores, entonces la revolución no sólo es patente, sino necesaria.
Por lo tanto; son dos los tiempos en que se puede dividir este capítulo para su mejor estudio:

el primero, es aquel en que un exceso de población hace precisa la distribución de la tierra como única solución para la general convivencia. Esta es una razón como si dijéramos social, y simplemente debida a la necesidad de procurar que todos tengan un procedimiento familiar de sustento; no es que haya en la situación que apuntamos nada turbio que corregir, ni el hecho de que unos hayan llegado a tener demasiado podría justificar por sí sólo decisión alguna, puesto que no es abusivo que unos tengan mucho cuando los demás pueden tener otro tanto; si, al mismo. tiempo, no hubiera crecido la población hasta el extremo de hacer imposible la vida a los nuevos habitantes, nadie podría clamar contra esto de que las tierras, en lugar de estar baldías estuvieran ocupadas por cuatro familias. La justificación, por lo tanto, de esta medida no hay que buscarla en otros argumentos que en los derivados de la obligación que tiene cualquier Estado político de colocar al individuo en situación de satisfacer los derechos que la naturaleza le concedió, entre Íos cuales ocupa primordial lugar el de atender a la propia conservación.

Puede suceder también, y éste es el segundo aspecto del problema agrario desde el punto de vista revolucionario, que, además de una superpoblación agobiadora, resulte que los hombres, a fuerza de interpretar las cosas en provecho propio, hayan acabado por establecer una situación juridica falsa y hayan convertido la tierra en un instrumento de renta. En este caso, no se trata como antes de satisfacer derechos, sino de recordar deberes; porque el hombre, que tiene el deber de ser justo, no siempre (como sucede en el capitalismo) ha recurrido a la justicia para establecer su legalidad, y entonces hay que hacer la revolución, no sólo en el orden social con un mejor reparto de tierras, sino también en el orden legal, con una legislación que vuelva a desnudar las cosas de los sucios añadidos que la ambición colgó.

1) La propiedad privada, como fórmula revolucionaria.


Precisamente en este hecho de la injusticia capitalista y en otros que luego apuntaremos se basa el comunismo para atacar la propiedad privada y levantar la bandera de una colectivización absoluta; pero como entre seres racionales lo primero es distinguir las cosas, y el comunismo se empeña en confundir lamentablemente las leyes inmutables de la naturaleza con las normas políticas de una época determinada, vamos a demostrar que la auténtica revolución agraria, lejos de consistir en implantar la propiedad colectiva (a la que luego dedicaremos un párrafo) consiste en volver a la propiedad privada, a una propiedad privada virginal y entera, libre de mixtificacíones turbias y de
habilidades fraudulentas, en la que previamente se hayan ido arrancando postizos hasta devolverle su antigua fisonomia ; a una propiedad privada, en fin, que en nada se parece a ese maloliente sucedáneo que con la misma etiqueta y la misma propaganda se ha empeñado en colocarnos el sistema capitalista.

El derecho de la propiedad privada nace del derecho a la vida:

Cuando el primer hombre se encontró con la necesidad de comer para conservar su vida buscó a su alrededor lo que podía servirle de alimento y se apropió de ello; después guardó el sobrante para otro día, para el invierno, para otros años y, en último término, para sus hijos, con lo cual fué creando sin darse cuenta las diversas etapas de la propiedad. Observemos en esto, que la propiedad no nace de un almacenamiento de cosas inútiles ni el hombre se apropió de las cosas útiles por coleccionarlas, sino porque le servían para atender a sus necesidades; luego la función primordial para la cual ha nacido es la que pudiéramos llamar individual, por ser la de servir al individuo que la posee.

Pero el hombre, aquel hombre no estuvo solo en el mundo; tras él vinieron los demás y todos tenían derecho a la vida, luego todos tenían que respetar la propiedad adquirida por los anteriores, pero todos tenían derecho a su vez a apropiarse de lo que necesitaran.

Al decir "todos" apuntamos la segunda función de la propiedad, tan esencial como la primera e inseparable de la individual; la función social, según la cual la propiedad debe, sí, en primer lugar satisfacer la necesidad del que la posee, pero una vez logrado esto debe servir para satisfacer la necesidad de los demás y sólo cuando esto se haya realizado, cuando no haya nadie que se muera de hambre, puede quedar destinado el resto a saciar los caprichos de su primer propietario.

2) La función social, condición inexcusable de la propiedad privada.


Hablemos de esta función social, porque en ella está la clave de una recta y cristiana interpretación del derecho de propiedad.

Mientras el hombre tuvo la fácil posibilidad de apoderarse de las cosas necesarias para su sustento, no habría problema alguno ni la función social se hizo evidente, pues siendo lo característico de la propiedad su virtud de servir para la conservación del individuo, si todos tenían esa posibilidad de atender a su destino vital, nada se podía reprochar a los demás incluso a los que por una diferencia natural de aptitudes hubieran llegado a lograr una posición privilegiada con respecto a los otros.

Pero llega un momento en que la multiplicación del género humano hizo que ya no hubiera de qué apropiarse y fué entonces cuando surgió en toda su exigente presencia la función social, porque en aquel punto dejó de existir la situación anterior que a lo sumo representaba una simple diferencia social, para convertirse en una realidad distinta en la que unos se morían de hambre sin esperanzas de evadirse a su dura condición, mientras otros disfrutaban de todas las abundancias; lo cual si era injusto (y creo que esta jnjusticia nadie se atrevería a defenderla) no lo era por otra cosa sino porque suponía una auténtica infracción de la suprema ley que justifica el derecho de la propiedad privada ; porque si el hombre, desentendiéndose de la función social y pensando sólo en la función individual, se dedica a acaparar las cosas, lo que hace es negar que los demás tengan derecho a la vida, puesto que su acaparamiento les impide cumplir este derecho.

Aclaremos antes de seguir adelante dos objeciones que se podrían poner él. esta afirmación de que la función social es substancialmente inseparable del derecho de propiedad privada y que no existe legítimamente ésta si no cumple al mismo tiempo la doble función para la cual ha nacido.

La primera objeción estriba en observar que habiendo nacido el derecho de la propiedad del derecho a la vida y, por tanto, con el primer hombre, no pudo al mismo tiempo nacer obligado a cumplir la función social, que no nació hasta que el número de hombres hizo pensar en ella. La objeción que se plantea aquí es más bien de tipo polémico, porque si nos fijamos bien la función social que preconizamos no se dice que naciera con la sociedad, sino que se patentizó con ella, como el frío de la nieve se manifiesta al ponerse en contacto con un órgano sensible, sin que ello quiera decir que la nieve no sea antes fría. Es cierto que la función social no fué la primera en originar la apropiación, y que el primer hombre, al apropiarse de la tierra no pensó en las necesidades de los demás, puesto que no existían, sino en las propias y en su obligación de vivir; pero el hecho de que la función individual se hiciera patente con el primer hombre y la función social con el segundo no explica otra cosa sino que las leyes de la naturaleza sólo se hacen evidentes cuando la necesidad las busca.

La segunda objeción que es preciso aclarar para dejar sentado que la función social obliga a toda clase de propiedad privada es aquella que ponen cierta clase de sutiles polemistas que empezando por admitir la función social como inexcusable para la propiedad derivada de la ocupación de las tierras, porque en ella -dicen- los frutos nacen principalmente de la fertilidad de los campos con arte como si dijéramos independiente del hombre, discuten en cambio que pueda obligar también a la obtenida por el trabajo, donde el producto se debe al esfuerzo humano y donde el hombre, en consecuencia, se puede considerar como dueño absoluto de los productos creados. Esta objeción no alcanza directamente al tema agrario que nos ocupa, pues el origen primero de toda la, propiedad de la tierra es la ocupación; pero como es buena ocasión para generalizar la tesis en busca de otras muchas aplicaciones diremos que, argumentando la primera parte en que los frutos de la tierra tienen una porción ajena al esfuerzo del hombre como debido a la distinta fertilidad de los campos, es preciso reconocer que también el trabajo no agrario tiene una consecuencia ajena al esfuerzo de cada uno, debido a las distintas aptitudes que Dios ha concedido a los hombres.

De todo lo dicho sacamos la conclusión de que la función social es inherente e indeclinable deber de la propiedad privada y que, por tanto, cuando una irregular ocupación de las tierras descarta la posibilidad de que otros puedan realizar su destino vital, la misma fisonomía de la propiedad privada nos da la solución del problema: permitiendo llegar a la redistribución de la tierra, sin que esta fórmula se pueda interpretar como ataque al sistema, sino al contrario como única fórmula de hacer que se encaje en su auténtica razón de ser.

Ahora bien; al decir que la tierra no ha sido creada para éste ni para aquél sino para todos, decimos, si, que "debe servir a todos", y con ello no hacemos otra cosa que valorar en toda su trascendencia el significado de la propiedad privada; pero no decimos que "debe ser de todos", como lo hacen los comunistas, para deducir la necesidad de colectivizar la propiedad de las tierras, porque no creemos en la teoría colectivista.

No vamos a insistir ahora en la desazonada melancolía que supone para las almas sometidas al colectivismo, la certeza de sentirse ajenas a toda esperanza de mejorar su situación, ni en el descenso de rendimiento que esta falta de estímulo origina en el esfuerzo humano y, en consecuencia, en el nivel social del pueblo; nosotros sabemos que la propiedad privada no sólo es de derecho natural, sino conveniente al desarrollo de las facultades humanas y al progreso de la sociedad, y no es cosa de perder el tiempo en argumentar a su favor con insistencia innecesaria.

Sin embargo, sí nos interesa repetir que cuando hablemos de la propiedad privada, hablamos de una fórmula sustancialmente ligada al cumplimiento de la función social, porque sólo así,cuando nos encontramos ante problemas como éste, podemos hablar de revolución sin renunciar por ello a las clásicas fórmulas humanas de convivencia.

3) La tierra es un instrumento de trabajo.


El segundo aspecto que hemos enunciado al principio de este capítulo es aquel en que la revolución es necesaria, no porque un problema demográfico nos obligue a buscar la solución precisa para asentar una masa desarraigada que vive sobre la tierra como nómadas, sino porque al suceder esto, nos encontramos con que la tierra ha dejado de cumplir su misión característica; y se trata de saber si este caso sucede también porque la propiedad privada ha sido violentada o si, por el contrario, estamos ante una situación distinta que no se puede resolver más que acudiendo también a soluciones nuevas.

El caso empieza, como ahora veremos, en el momento en que el propietario de las tierras descubre que resulta más positivo alquilárselas a otro vecino que someterse a las incomodidades de una continua y penosa profesión llena de riesgos y de ingratitudes.

Entonces ese propietario convierte su papel de labrador en el simple de terrateniente y se aleja de la tierra que un día ocupó para poner en su lugar a una persona intermedia que acepte todos sus inconvenientes de cultivador, aunque no todas sus ventajas de beneficio, Esta parte de beneficios que se reserva, y que es una cantidad fija porque no está en función de los riesgos de la cosecha, sino de su derecho de primer ocupante, es lo que vamos a analizar, porque, en principio, esto de alquilar la tierra, aunque resulta demasiado complejo para condenarlo en globo (y luego trataremos de conocer algunos casos que lo justifican), es contrario a una justa ordenación agraria.

Quizás hoy no se comprenda claro esta condenación y sea preciso detenemos en el análisis menudo de la cualidad específica de la tierra para que este mundo, acostumbrado a confundir las cosas caiga en la cuenta de su error. Tratemos, pues, de mostrarlo.

Para el liberalismo capitalista la propiedad privada es intangible y absoluta, sin función social que le obligue, pero además, sin que las cosas apropiables sean distintamente encaminadas a un fin imposible de torcer. Nada de que las cosas tengan un destino diferente y que el hombre propietario lo sea en cuanto al uso de su dominio, pero no en cuanto al derecho a cambiar ese destino; la propiedad privada en el capitalismo está libre de obligaciones y el propietario puede hacer de ella: lo que le dé la gana; sin embargo, además de la doble función que tiene que cumplir, según acabamos de ver, tiene otra obligación consistente en no poder desdibujar la distinta fisonomía de las cosas; vamos a explicamos, porque precisamente el mayor desorden que trajo el liberalismo económico al plano de las ideas fue este de borrar el concepto originario de ellas.

Una escultura, una máquina de hilar y un pedazo de pan son, efectivamente, objetos igualmente apropiables, pero nadie podria decir que tienen el mismo destino; la escultura es un elemento
decorativo, la máquina un instrumento de trabajo y el pan un alimento de primera necesidad; por tanto, cuando el hombre proyecta sobre estas tres cosas su derecho de propiedad no puede entenderse que lo que hace es cambiar su esencia y convertir la escultura en máquina y el pan en objeto estético, sino simplemente que adquiere un derecho determinado a usar rectamente de ellas. Si ese hombre intentara desviar la función natural de las cosas y fabricara panes para construir puentes, cometería, en primer término, uria estupidez digna de manicomio; pero si, además sucediera que el país atravesara una penuria especial cometería también una infracción sancionable, como el que intentara adquirir todos los taxis de una ciudad para darse el gusto de tenerlos encerrados en un garage y dejar al sus vecinos sin posibilidad de transporte.

En consecuencia, las cosas tienen un especial destino que no se puede ignorar, y el propietario de la escultura puede dedicarla a su recreo espiritual, pero el de la máquina: tiene que destinaría a hilar y el del pan a servir de alimento.

Lo mismo sucede con la tierra.

La tierra, en el aspecto que nos ocupa es algo así como una máquina, natural que Dios ha puesto en el mundo para proporcionar al hombre sus materias primas; y, por tanto, si en todos los casos es aplicable el concepto de instrumento de producción, en el caso de saturación campesina es imprescindible considerado de esta manera.

Pudo suceder cuando el mundo no estaba aún totalmente ocupado que la posesión de la tierra no exigiera el cumplimiento de esta obligación y su poseedor la pudiera destinar a su recreo o simplemente a su posesión improductiva, por aquello de que la función social no se levanta como una exigencia hasta que no se la necesita; pero cuando una masa la requiere porque ya su vida se está haciendo insoportable no puede suceder así y el propietario de ella tiene forzosamente que dedicarla a producir, so pena de aceptar que sólo le alcanzaría la función individual, función que ya está cumplida desde el momento que le sirve de recreo.

 

4) La tierra no es un instrumento de renta.


Ahora bien; ¿producir dedicándola a renta?, no; porque esto no es hacer producir a la tierra, sino al valor de la tierra, lo cual es tan rechazable como el aspecto que antes hemos discutido de los que hacen producir a las acciones de una industria o un Banco.

Pero es que aun hay otra razón fundamental en estas consideraciones que estamos haciendo sobre la interpretación que en busca de la verdad es preciso atribuir al derecho de la propiedad privada.

La propiedad privada en el orden práctico es una especie de proyección del hombre sobre la cosa, y hasta ahora hemos hablado del hombre y su obligación de cumplir la función social que le caracteriza; hemos hablado también de la cosa y su varia, especie que el hecho de la apropiación no puede desfigurar; pero aun nos queda otra circunstancia que se debe tener en cuenta al estudiar este tema; me refiero a los diferentes modos que hay en la forma de realizarse esa "especie de proyección".

Porque a todo lo que venimos diciendo en este capítulo es preciso añadir esta última observación:

Para que un hombre tenga derecho a hacer producir el valor de una cosa no basta con que la cualidad de la cosa lo autorice, es además preciso que sea propietario de ella con un determinado derecho de posesión que no se da en la tierra.

Con un derecho de creación o de ocupación de cosa creada; dediquemos dos palabras a este tercer aspecto de la cuestión.

El dominio sobre las cosas se hace tanto más precario cuanto más lejana fue la intervención del hombre en su momento creador.

Mi pensamiento es absolutamente mío, porque yo lo he creado; una obra de arte es mía también si, a mi vez, soy dueño de los materiales con que la he ejecutado; un producto cualquiera elaborado en el taller o una casa que yo edifico son míos en la proporción que corresponda a .ni intervención constructora, o míos en absoluto una vez que haya pagado a todos mis colaboradores; todas estas cosas las puedo vender o dedicarías a mi servicio, o alquilárselas a los demás, porque al fin y al cabo no son instrumentos de trabajo y porque yo he adquirido un derecho que me autoriza; pero una tierra no ha sido creada por mí; mi derecho de posesión radica únicamente en mi ocupación o en la compra que hice a otro de su anterior derecho de ocupación, y lo que hago mío cuando ejerzo sobre la tierra mi acto posesorio no es el suelo propiamente dicho, sino el derecho a utilizarlo como instrumento mío de trabajo ; por lo tanto, al dedicarla a renta lo que hago es renunciar a este único derecho que me corresponde.

De todos los argumentos que venimos exponiendo se deduce, por lo tanto, que la tierra no es un instrumento de renta, sino de producción, y como esto quiere decir que no se le puede destinar a producir dinero sino productos, llegamos a la. conclusión de que al propietario de la tierra no le queda otro camino para cumplir con rectitud la función correspondiente que el de hacerla producir por el único procedimiento serio y humano que tiene para ello: por el de dedicarla al cultivo personal.

5) La tierra, para el que la trabaja.


Por lo tanto, hay que llegar a la revolución agraria basándose en estos dos principios:

Primero, la tierra debe ser del que la trabaja.

Segundo, el arrendamiento de la tierra es sólo aceptable como fórmula transitoria y circunstancial o como fórmula de conveniencia mutua.

Al enunciar el primer principio  

- no decimos que el propietario de la tierra tiene que ser el cultivador directo de ella, como

- no decimos que el dueño de una fábrica tenga que ser obrero manual, sino que tiene que ser cuando menos su empresario.

El hombre es libre de ejercitar su obligación de trabajar sobre esta o sobre aquella profesión, y dentro de cada profesión una serie de circunstancias humanas determinan la distinta jerarquía o puesto en que puede emplear su trabajo; en la agricultura,como en todo, hay diversas jerarquías laborales, desde el simple cavador que maneja la azada, hasta el ingeniero director de una empresa agrícola; aquéllos serán cultivadores directos. éstos indirectos; pero todos cultivadores. 

Y si, nos referimos ahora únicamente a los cultivadores de su propio suelo para luego hablar de los jornaleros, vemos que en todos ellos existe esa sustancial proyección del hombre sobre la cosa que
es necesaria para que exista la propiedad privada.

Si el hombre o la cosa desaparecieran o simplemente si esa proyección dejara de efectuarse, desaparecería esencialmente la propiedad; unas veces para dejar de existir, y otras para convertirse en negocio financiero mediante la introducción entre el hombre y la cosa de un factor intermedio que se llama dinero y cuya preponderancia acaba por desbordar a ambos para instaurar el capitalismo agrario. 

Tal es el caso que hemos visto en la industria y tal sucedería aquí si la renta llegara a interponerse entre el dueño de la tierra y la tierra misma hasta el punto de que nadie se atrevería a llamar a aquél agricultor.

El que alquila su, tierra deja de apoyarse en ella y deja de interesarse no sólo de las vicisitudes de la cosecha, sino incluso del hecho elemental de saber si esa cosecha es de trigo o de manzanas; para él toda su preocupación agrícola ha desaparecido hasta convertirse en la sola preocupación financiera de la renta.

Por tanto, desechando el criterio demagógico de considerar trabajador únicamente al que utiliza su esfuerzo manual como procedimiento de vida, hay que dejar bien puntualizado que al decir la tierra para el que la trabaja nos referimos igualmente al que dobla su cuerpo sobre el arado que al que monta y dirige su explotación en régimen de empresa utilizando para ello braceros a jornal.

Además, si dijéramos que no puede haber más propietario que el que labra la tierra con sus propias manos, diríamos que la extensión familiar de cultivo debe tener un módulo apropiado a la capacidad de trabajo de un hombre; y esto, salvo el caso de que lo exijan determinadas circunstancias es, además de otras muchas cosas, antieconómico.

Un pueblo, en orden a la agricultura, no puede ser empíricamente latifundista ni minifundista; tiene que ser agricultor, y las conveniencias agrícolas dirán si la unidad de cultivo tiene que ser mayor o menor de lo que una familia puede abarcar con su trabajo.

El segundo principio revolucionario que hemos enunciado es para afirmar que la renta no puede ser una situación estable de la propiedad agrícola.

Hemos hablado lo suficiente sobre la categoría productora de la tierra para no caer en la tentación de volver a insistir en el tema; pero sí conviene aclarar, en cambio, las razones que aconsejan tolerar la renta como procedimiento transitorio; porque muchas veces estas razones no sólo están basadas en simples motivos de conveniencia económica, sino también en otros de justicia y de equidad,

Supongamos el caso de menores o de incapaces; o, todavía más evidente, el del labrador que llamado a cumplir sus deberes militares tiene que abandonar su tierra para servir a la patria, o el caso del que en este servicio de armas ha quedado impedido en absoluto; ¿ha de ser, además, desposeído de su único sustento de vida: simplemente porque esté imposibilitado de trabajar?

Cuando se habla contra el arrendamiento rústico se habla, sí, contra esa fórmula cómoda de entender el campo que consiste en prescindir en absoluto de todo lo que pueda representar agricultura, riesgo o trabajo para acabar considerándolo como una renta segura que en determinada fecha del año se pone al cobro del mismo modo que se corta el cupón de un papel del Estado; pero, sobre todo, se habla contra ella cuando, además de hacerla sin justificación alguna, se la utiliza permanentemente como un derecho indiscutible que le concede su calidad de propietario.

6) La revolución agraria basada en estos principios.


De todo lo que venimos diciendo se deduce la forma de llevar a la práctica la revolución agraria;

- en primer lugar, prohibiendo que la tierra pueda convertirse en un instrumento de renta y condicionando los casos tolerables a la existencia de circunstancias transitorias o de interés general que lo aconsejen;

- en segundo lugar, llegando a la expropiación de todas las tierras cuya extensión sea necesaria para asentar a todas aquellas familias labradoras que en un determinado momento se encuentran sin posibles medios de vida.

Es decir, transformando en propietario al arrendatario y consiguiendo una mejor distribución de la propiedad agrícola.

La mayoría de las veces ambas cosas se reducen a una, pues el gran terrateniente acaba casi siempre por abandonar su papel de labrador para elegir el de arrendador, y entonces basta con preocuparse de resolver el problema de los arrendamientos rústicos.

José Antonio Primo de Rivera, en un discurso en que aludió a la agricultura dijo, valientemente:

"No voy a exponer un punto programático ni digo que esto sea lo que convenga hacer; simplemente pregunto: ¿Qué sucedería en la economía de una nación si, en un momento dado se cancelara al agricultor su obligación de pagar la renta?"

La verdad es que, desde el punto de vista económico, el problema se reduciría a una disminución del poder adquisitivo de una masa bastante corta de ciudadanos y a la necesidad de transferir a los nuevos beneficiarios las obligaciones contributivas que el Estado ha puesto sobre la propiedad.

Por lo demás, todo continuaría igual; las tierras seguirían siendo cultivadas por las mismas personas; los cultivos se verificarían de la misma manera, y el hecho de que los labradores fueran ahora propietarios y no arrendatarios influiría sólo favorablemente en el éxito de la futura cosecha.

Se dirá que es injusto desposeer a uno de su propiedad para dársela a otro; efectivamente, sólo una necesidad extrema e insoluble del problema agrario podría justificar este modo de resolver las cosas, como la cirugia en medicina se justifica sólo como recurso final y no como solución primaria a cualquier diagnóstico apresurado; pero la verdad es que hasta, aquí nos estamos refiriendo sólo a las objeciones de orden económico y no todavía a las objeciones de orden moral.

Ahora bien; en este orden moral también tiene fácil solución; si el propietario de una tierra no quiere dedicarse al cultivo de ella y por otra parte no puede destinarla a su arrendamiento sin causa justificada ni menos aun a su tenencia improductiva, no le queda más que dos soluciones:

- o alquilarla sin derecho a cobrar por ella renta alguna

- o venderla para comprar algo que pueda satisfacer su deseo de obtener intereses;

en ambos casos se respeta su derecho de propiedad;

lo que no se reconoce es un derecho a usar mal de ella hasta violentar la esencia natural de cada cosa;

la primera solución, aunque parece la más simple, es la más difícil de llevar a la práctica, y los mil procedimientos de escamotear su cumplimiento harían de ella una fórmula ineficaz.

La segunda tiene más posibilidades de éxito; todo se reduce a hacer que el hombre terrateniente transforme el derecho posesorio que tiene sobre una cosa inarrendable que se llama tierra, en otro igual que se proyecte sobre otra cosa que pueda ser objeto de renta.

Claro está que él llevar a la práctica esta sencilla fórmula es cuando empiezan a surgir dificultades.

En primer lugar, no se podría admitir una venta libre, porque intentando precisamente elevar al arrendatario a la categoría de propietario, si la venta se realiza a otra persona distinta corremos el riesgo no sólo de dejar el problema sin resolver sino, de complicarlo aun más, ya que expondríamos al colono a verse despedido por el nuevo poseedor que justamente hiciera valer su derecho y su deber a trabajar la tierra directamente.

Por otra parte, no todos los colonos estarían en situación de poder adquirir en cualquier momento la parcela que trabajan; por lo tanto, esta fórmula directa sólo serviría para el caso en que el propietario llegara a un acuerdo con su propio inquilino.

En los demás casos hay que recurrir al Estado; 

el Estado es el único capaz de resol ver todos los problemas que se presentan, transformándose en comprador universal de las tierras colocadas en estas circunstancias, o mejor dicho, aceptando el papel de intermediario entre el terrateniente que se ve en la obligación de vender su tierra y el colono que se ve en la imposibilidad de comprarIa.

Pero como también esta solución produciría otra dificultad ocasionada por la enorme cantidad de
dinero que necesitaría el erario público para hacer frente al pago de tal cantidad de expropiaciones como supone toda la propiedad agraria que no está directamente explotada, habría que llegar a la solución definitiva, que consiste en emitir una especie de bonos agrícolas en forma de deuda del Estado, con los cuales se pagara al terrateniente su propiedad territorial.

No voy a entrar en detalles sobre las condiciones económicas en que se debe hacer esta operación; no es mi propósito ponerme a hablar ahora del tipo de expropiación, del interés de los bonos, ni de ningún otro pormenor, porque en realidad han de quedar encomendadas a la situación particular del momento y no a las normas generales ingenuamente previstas como enunciados teóricos.

Por mi parte sólo he querido exponer una solución, una de tantas y sin ánimo tampoco de suponerla mejor que las demás.

Lo único que puede exhibirse como mérito es que la solución apuntada permite resolver el problema y resolverlo además de una manera acompasada a las necesidades de cada país; si la revolución agraria que necesita un pueblo tiene caracteres de verdadera urgencia, se hace en un día, y si es un estado crónico el que se trata de corregir puede llegarse incluso al escalonamiento más pausado, estableciéndose, por ejemplo, que en todas las transmisiones de propiedad (venta, herencia, permuta, etc.) pueda el colono arrendatario pedir al Estado que ejerza su derecho de retracto o ejercerlo directamente si con su ahorro ha ido adquiriendo bonos agrícolas suficientes para rescatar la tierra que cultiva.

Claro está que en estas transmisiones no serviría para tipo de expropiación el, tipo de venta voluntario, puesto que ya éste podía estar falsamente forzado hasta una cantidad simulada, sino un tipo oficialmente reconocido, tal vez el de la propia declaración que el terrateniente ha hecho a la Hacienda para los fines contributivos, con lo cual de paso haríamos que por primera vez en la historia del Fisco el contribuyente sintiera la conveniencia de declarar honradamente el verdadero valor de su propiedad.

7) La revolución agraria del colectivismo.


No vamos a abordar ahora otros muchos problemas que para llevar a cabo la revolución agraria hay que tener en cuenta, tales como el problema de los créditos, las escuelas agrícolas, selección de semillas, abonos, regadíos, complemento del trabajo en el campo por medio de la industria diseminada y de la artesanía doméstica, nueva concepción urbanística de la aldea, movimiento demográfico de las masas trabajadoras a terrenos más fértiles, etc. etc .. Trato sólo de un punto concreto; el de la accesión a la propiedad de la tierra, y me limito a demostrar que en este aspecto cabe hacer una verdadera revolución sin más que implantar en toda su extensión el concepto justo de la propiedad privada.

Presentada esta propiedad en los términos que venimos haciendo resulta difícil dudar de su eficacia, incluso para los pueblos habituados a sufrir la más apretada de las injusticias, porque en definitiva lo que hoy sucede en el mundo no es que hayan surgido nuevos problemas a los que sólo es posible combatir descubriendo fórmulas nuevas; lo que hoy sucede es la consecuencia de haber implantado la doctrina materialista, en la cual no solamente quedaron sueltos los apetitos del hombre, sino que además se llegó al extremo de convertir esos apetitos en cuerpo legal del sistema político y económico de los pueblos.

Sin embargo, ha habido pueblos donde esto sucedía y en lugar de recurrir a una labor de purificación legislativa han hecho la revolución a base de cargar sobre la propiedad privada todas las culpas acumuladas por el egoísmo y levantando como solución única la teoría de la propiedad colectiva.

Tal es el caso de Rusia, donde la revolución se hizo no tanto para corregir abusos como para implantar el colectivismo doctrinario.

En Rusia, sin salirse de los cánones de la civilización cristiana, se pudo haber hecho el asentamiento de infinidad de colonos en tierras de nadie, o se pudo, si esto no hubiera bastado, expropiar para ello las tierras que pasaran de tal extensión o que no estuvieran directamente cultivadas, o se pudo obligar por los métodos más rotundos a desistir de cualquier clase de abusos al particular que tratara de imponer su mal entendido derecho de la propiedad; pero ello implicaba una continuación en el concepto occidental y cristiano de la vida, y el comunismo predicaba otra cosa, predicaba la sustitución del hombre por la masa; de la individualidad eterna y predestinada, por el anónimo indiferente y taciturno; y por eso la revolución comunista, en lugar de un reparto de tierras, lo que hizo fue una colectivización de todas ellas, como en la esfera de la industria no prometió a los obreros la propiedad de la fábrica que expropiaba, sino que esta propiedad iba a pasar de manos del capitalista a manos de la colectividad sin detenerse para nada en las manos de los obreros.

Y es que la revolución comunista no es una revolución destinada a lograr una mejor distribución de la riqueza o a impedir que la injusticia capitalista convierta en principios de derecho los principios del abuso; sino de aplicación a todas las manifestaciones de la economía del colectivismo, con lo cual, más que una revolución dedicada a lograr un bienestar de todos, frente a otra que se ocupó únicamente de lograr el bienestar de unos pocos, parece empeñada en conseguir que nadie alcance ese bienestar; con lo cual el comunismo viene a ser una revolución destinada a lograr, no que todos sean igualmente ricos, sino que todos sean igualmente pobres.

Si la colectivización se hiciera únicamente sobre los instrumentos de producción que el capitalismo dejó arriesgadamente en manos de la codicia, o con el exceso que sobrepasara de tal medida que se quisiera aplicar a la propiedad, pudiera creerse que se intentaba evitar que mientras unos eran demasiado pobres otros fueran demasiado ricos; pero la colectivización comunista es una fórmula general que lo mismo alcanza al terrateniente poderoso como al pequeño propietario; no se dice que la gran propiedad debe ser común, sino la propiedad, toda la propiedad, independientemente de su cuantía.

Esto, traducido al lenguaje agrario, se convirtió, en una situación jurídica nueva en la que el campesino ni entraba ni salía, como ni entra ni sale, cuando el administrador se le acerca para comunicarle que su tierra ha sido vendida y en adelante es a otro nuevo propietario a quien debe pagar la renta; en este caso, entre el antiguo y el nuevo propietario ha mediado un contrato de compra-venta y en el caso comunista entre el individuo-propietario y el Estado-propietario ha mediado un acto de fuerza; pero al colono, ¿qué le beneficia una u otra forma de transmisión? ¿Se modifica en algo su condición de espectador ajeno a todo lo que a su lado acontece?

Al colono le interesa que la tierra que cultiva llegue algún día a ser suya; pero si la revolución que le prometen se reduce a garantizarle un cambio de propietario, necesita ser mucha su capacidad de envidia y de rencor para conformarse con esa revolución y para sentirse implicado en ella simplemente porque la tierra ha pasado a otras manos o porque su antiguo dueño se ve ahora reducido a la miseria.

José Luis de Arrese 1947.




Cuéntame...Lo que no nos cuentan.


Instituto Nacional de Colonización 


Organismo creado en España en octubre de 1939, dependiente del Ministerio de Agricultura. Su creación estuvo motivada por la necesidad de efectuar una reforma tanto social como económica de la tierra.

El objetivo principal del mismo era efectuar la necesaria transformación del espacio productivo mediante la reorganización y reactivación del sector agrícola y el incremento de la producción agrícola con vistas a los planes autárquicos de la época mediante el aumento de tierras de labor y la superficie de riego. 

Desapareció en 1971, para dar lugar al Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario (IRYDA).

Índice

  • 1 Políticas del Instituto
  • 2 Localización geográfica
  • 3 Proyección de infraestructuras y edificios
  • 4 Lista de pueblos creados (incompleta)
    • 4.1 Andalucía Occidental
    • 4.2 Andalucía Oriental
    • 4.3 Aragón
    • 4.4 Castilla - La Mancha
    • 4.5 Castilla y León
    • 4.6 Cataluña
    • 4.7 Extremadura
    • 4.8 Navarra
    • 4.9 Comunidad Valenciana
  • 5 Véase también
  • 6 Notas
  • 7 Referencias
  • 8 Bibliografía
    • 8.1 Documentales
    • 8.2 Publicaciones
  • 9 Bibliografía adicional
  • 10 Enlaces externos

Políticas del Instituto


Conquista del Guadiana, provincia de Badajoz.

Valderrosas, provincia de Cáceres.

Algallarín, provincia de Córdoba.

Nava de Campana, provincia de Albacete.

La Vereda, provincia de Sevilla.

Logotipo del Instituto Nacional de Colonización en una alcantarilla, Cortichelles, provincia de Valencia.

Rada, Navarra.

Calle típica colonial de Vados de Torralba,
provincia de Jaén.

Para la conversión de esas amplias tierras de secano en zonas de regadío, se emprendió la realización de acequias, pantanos e importantes canales que cambiaron y configuraron en gran medida el paisaje rural, principalmente de Andalucía y Extremadura.

Entre todos estos canales cabe reseñar el Canal del Bajo Guadalquivir, con el que se quiso llevar agua a las zonas de marisma y secano del Bajo Guadalquivir. Su construcción, ya planificada desde principios del siglo XIX, pudo ser llevada a cabo gracias al programa de redención de penas.

Los criterios y políticas del INC estuvieron marcados por la Ley de Bases de Colonización de Grandes Zonas Regables, promulgada en 1939 y por la ley del 25 de noviembre de 1940 sobre la Colonización de Interés Local, que permitía al INC financiar aquellos proyectos de transformación de zonas de secano a regadío. A estas dos primeras se sumaría el Decreto de 1942 que autorizaba al INC para adquirir fincas voluntariamente ofrecidas por sus propietarios. 

En 1946 se promulgaría la Ley de Expropiación de fincas rústicas consideradas de interés social, la cual posibilitaba bajo previa indemnización, la expropiación de fincas susceptibles de colonización. 

Su desarrollo definitivo vendrá con la Ley de Colonización y Distribución de la Propiedad de las Zonas Regables, de abril de 1949, la cual clasificaba la tierra en:
  1. Tierras exceptuadas: son aquellas que ya habían sido puestas en riego, así como las que estuvieran en proceso de transformación por parte del propietario, antes de que comenzara la actuación del INC. Estas quedaban exentas de la expropiación. Tan solo se necesitaba una pequeña mejora en la finca para que toda ella fuera apartada de la actuación del INC.
  2. Tierras reservadas: eran aquellas donde el INC podía ofrecer la ayuda necesaria para su transformación en regadío de mano del propietario, pudiendo intervenir en caso de que el propietario no actuara conforme a estos planes.
  3. Tierras en exceso: son las tierras que estarían destinadas para la instalación de los colonos en unidades familiares de explotación. Los criterios de admisión de los colonos se basaban en cuestiones relacionadas con los niveles de renta y la carencia de fincas rústicas aunque a veces podían proceder de expropiaciones o de los pueblos inundados por los pantanos creados para poner sus tierras en regadío. Asimismo, era necesaria la presentación de un certificado de penales. A cada colono se le entregaba una parcela de cuatro a ocho hectáreas con un período provisional de “tutela” de cinco años, durante el cual era obligatorio seguir estrictamente el plan de explotación del lote. El INC aportaba semillas, abonos, insecticidas, ganado vacuno y caballar, y un anticipo de las contribuciones y renta de la tierra. El coste de todo ello lo debía reintegrar el colono con un determinado porcentaje sobre la producción. Tras la tutela, debía amortizar el valor de la tierra a un interés del 3% anual, estableciéndose los plazos entre 15 y 25 años para la tierra y 40 años para la vivienda. Tras la satisfacción de la cantidad total se expedía el “título de propiedad” de la parcela y la casa.1
En estas fincas sometidas a proceso de expropiación, los propietarios tenían derecho a una reserva sobre ellas de este tenor: los propietarios con menos de 30 hectáreas seguían con la propiedad de toda su superficie; de las fincas entre 30 y 120 hectáreas se les reservaban 30; y por último, los propietarios con más de 120 hectáreas podían mantener un cuarto de su superficie.

Una disposición aneja de la ley establecía que el propietario podía reservar un número de 30 hectáreas más por cada hijo. Las indemnizaciones por la expropiación fueron muy altas y pagadas en metálico inmediatamente.

En definitiva todas estas políticas de reconversión de tierras de secano en espacios regados, acabaron beneficiando también a los grandes terratenientes del momento quienes, a cambio de perder una pequeña parte de sus tierras, normalmente las de peor calidad, en la expropiación de las tierras en exceso destinadas a los colonos, lograban una importante revalorización de la mayor parte de sus fincas.

Localización geográfica

Entre los años 1945 al 1970, el INC construyó en España más de 300 pueblos de colonización que albergarían a unas 55.000 familias, hecho que se convirtió en uno de los mayores movimientos migratorios promovidos por el Estado español en el siglo XX.

Principalmente se asentaron en las cuencas fluviales, creando una estructura regional alrededor de los principales ríos: Duero, Tajo, Guadiana, Guadalquivir y Ebro. 

Muchos de estos pueblos tomarían su nombre del río del cual tomaba el regadío, seguido de la coletilla del Caudillo u otras referencias al autor de las colonizaciones Francisco Franco. Con la llegada de la democracia gran parte de estas referencias se eliminaron, aunque aún perviven algunos de ellos. Hay otros pueblos cuyo nombre no deriva de un río como Llanos del Caudillo o Bárdena del Caudillo.

Cada región albergaba delegaciones que habitualmente se correspondían con alguna capital de provincia, aunque también se instalarían en grandes poblaciones como Talavera de la Reina (Tajo) o Jerez de la Frontera (Guadalquivir). Este tipo de pueblos se reparten por 27 provincias peninsulares, así como una pequeña actuación en la isla de Ons perteneciente a Pontevedra.

Con respecto a los encargados de la proyección de estos poblados, para el INC trabajarían unos ochenta arquitectos, algunos tan importantes como Alejandro de la Sota, Carlos Arniches Moltó, José Borobio, José Antonio Corrales, Fernando de Terán o Antonio Fernández Alba; además de los más notables arquitectos en plantilla del INC como Manuel Rosado, Jesús Ayuso Tejerizo, Manuel Jiménez Varea, Agustín Delgado de Robles o Pedro Castañeda Cagigas. Pero fue José Luis Fernández del Amo quién planificó los poblados de colonización más brillantes como Vegaviana (Cáceres) o Cañada de Agra (Albacete).

Proyección de infraestructuras y edificios

La construcción de poblados en su concepción y proyección se ajustaban a un programa que tendía a la autosuficiencia y por el cual estaban dotados de una serie de edificios que se agrupaban en torno a una plaza principal y entre los que destaca especialmente la iglesia. 

Los pueblos de mayor tamaño contaban además con dependencias para la Acción Católica y una vivienda para el sacerdote. 

Junto a la plaza se encuentra el edificio administrativo formado por oficinas de atención al público, un despacho para el alcalde y el salón de sesiones, así como una pequeña estafeta de Correos, el Juzgado, la vivienda del funcionario y un dispensario médico. 

Solo aquellos pueblos de un tamaño medio o grande podían disponer de una sala de cine que servía de igual modo como salón de bailes. A veces junto a ella también se situaba un espacio abierto para cine de verano. En la planta baja de este edificio de dos plantas, se colocaba el bar y en la planta alta la vivienda del cantinero.

Otros edificios importantes serán aquellos que se destinen al comercio y las artesanías y que albergaban pequeñas tiendas de ultramarinos, panadería con horno propio, zapatería y bar si no había un edificio social. En la zona destinada a las artesanías se abrían talleres dedicados a la herrería, carpintería, peluquería y un taller mecánico. 

En los pueblos de mayor tamaño también se construía la Hermandad Sindical, posteriormente conocida como Centro Cooperativo y que servía para guardar la maquinaria, además de funcionar como pequeño lugar de reunión para los colonos. Estos edificios, generalmente de 2 plantas, se distribuían del siguiente modo:
  • En la planta baja, el hogar rural, la biblioteca y la sala de juegos y reuniones.
  • En la planta alta, los despachos administrativos, el archivo y los servicios.
Por último se levantaban las escuelas , separadas en sexos y cuyo tamaño se concebía para albergar un 15% del total de la población.

Lista de pueblos creados (incompleta)

Andalucía Occidental

Andalucía Oriental

  • Agrupación de Mogón, en Villacarrillo, Jaén.
  • Agrupación de Santo Tomé (también conocida como Montiel), en Santo Tomé, Jaén.
  • Arroturas, en Villacarrillo, Jaén.
  • Atochares, en Níjar, Almería.
  • Buenavista (también conocida como Burrianca), en Alhama de Granada, Granada.
  • Campillo del Río, en Torreblascopedro, Jaén.
  • Campohermoso, en Níjar, Almería.
  • El Chaparral, en Albolote, Granada.
  • El Donadío, en Úbeda, Jaén.
  • Espeluy (ampliación), en Jaén.
  • Fuensanta, en Pinos Puente, Granada.
  • Guadalén del Caudillo, en Vilches, Jaén.
  • Guadalimar del Caudillo, en Lupión, Jaén.
  • Llanos del Sotillo, en Andújar, Jaén.
  • Loreto, en Moraleda de Zafayona, Granada.
  • Miraelrío, en Vilches, Jaén.
  • Peñuelas, en Láchar, Granada.
  • Poblado San Julián, en Marmolejo, Jaén.
  • Puebloblanco, en Níjar, Almería.
  • Puente del Obispo, en Baeza, Jaén.
  • La Quintería, en Villanueva de la Reina, Jaén.
  • Romilla la Nueva, en Chauchina, Granada.
  • La Ropera, en Andújar, Jaén.
  • San Isidro, en Níjar, Almería.
  • San Miguel, en Úbeda, Jaén.
  • Solana de Torralba, en Úbeda, Jaén.
  • Sotogordo, en Mancha Real, Jaén.
  • Vados de Torralba, en Villatorres, Jaén.
  • Valdecazorla, en Cazorla, Jaén.
  • Vega Santa María, en Linares, Jaén.
  • Vegas de Triana, en Andújar, Jaén.
  • Veracruz de Úbeda, en Úbeda, Jaén.
  • Villafranco del Guadalhorce, en Alhaurín el Grande, Málaga.
  • Los Villares de Andújar, en Andújar, Jaén.

Aragón

  • Campo Real, en Sos del Rey Católico, Zaragoza.
  • Alera, en Sádaba, Zaragoza.
  • Bardenas (antes Bardena del Caudillo), en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • Valareña, en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • El Bayo, en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • Santa Anastasia, en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • Pinsoro, en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • El Sabinar, en Ejea de los Caballeros, Zaragoza.
  • Valsalada en Almudévar, Huesca.
  • Artasona del Llano en Almudévar, Huesca.
  • San Jorge en Almudévar, Huesca.
  • El Temple, en Gurrea de Gállego, Huesca.
  • Ontinar del Salz, en Zuera, Zaragoza.
  • Puilato (derruido), en Zuera, Zaragoza.
  • Sancho Abarca, en Tauste, Zaragoza.
  • Santa Engracia, en Tauste, Zaragoza.
  • Valmuel (antes Alpeñés del Caudillo), en Alcañiz, Teruel.
  • Puigmoreno (antes Campillo de Franco), en Alcañiz, Teruel.
  • Sodeto en Alberuela de Tubo, Huesca.
  • Curbe, en Grañén, Huesca.
  • San Lorenzo del Flumen, en Lalueza, Huesca.
  • Montesusín, en Grañén, Huesca.
  • Valfonda, en Torres de Barbués, Huesca.
  • Frula, en Almuniente, Huesca.
  • Orillena, en Lanaja, Huesca.
  • Cartuja de Monegros, en Sariñena, Huesca.
  • San Juan del Flumen, en Sariñena, Huesca.
  • Vencillón, Huesca.

Castilla - La Mancha

Castilla y León

Cataluña

  • Poblenou del Delta (antes Villafranco del Delta), en Amposta, Tarragona.
  • Gimenells, en el municipio de Gimenells i el Pla de la Font, provincia de Lérida.
  • Suchs, en el municipio de Lérida, provincia de Lérida.

Extremadura

Navarra

  • Figarol, en Carcastillo.
  • Gabarderal, en Sangüesa.
  • Rada, en Murillo el Cuende.
  • San Isidro del Pinar, en Cáseda.
  • El Boyeral (abandonado).

Comunidad Valenciana




 

Ni un español sin pan. La Red Nacional de Silos y Graneros

Catedrales Olvidadas: La Red Nacional de Silos en España 1949-1990

 El arquitecto César Azcárate defendió su tesis doctoral en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra, en la que ha analizado la construcción de 667 silos verticales levantados en España entre 1949 y 1990.

Una vez terminadas la Guerra Civil Española y la II Guerra Mundial, España comenzó a introducir reformas para superar la mala situación económica. Una de ellas fue la creación de la Red Nacional de silos y graneros como elemento regulador de la producción triguera. De esta intervención surgieron 667 silos verticales encuadrados en 35 tipologías y que han sido catalogados y analizados en la tesis doctoral titulada "Catedrales olvidadas. La Red Nacional
de silos en España. 1949-1990".  


Según el autor del estudio, "los silos de la Red Nacional han sido no sólo uno de los más importantes episodios de construcción pública realizados desde el ámbito de la ingeniería, sino también un fascinante episodio arquitectónico".


El título de la tesis habla de 'catedrales', debido a que "las similitudes formales en planta y sección de los silos con la tipología basilical van aún más allá si la carga emotiva del observador es capaz de contemplar con sensibilidad: similares dosis de potencia y belleza en edificios funcionalmente tan dispares. Los silos de la Red Nacional son las catedrales olvidadas que, construidas bajo un mismo soporte intelectual y técnico por unos pocos ingenieros agrónomos, constituyen en mi opinión, uno de los más importantes episodios de construcción pública en España, y que ha sido olvidado por la historiografía de la arquitectura española del siglo XX", afirma Azcárate.

 
Diego Peris Sánchez, arquitecto
Las catedrales olvidadas

Hay elementos arquitectónicos que emergen del conjunto urbano y definen un perfil singular, una imagen que caracteriza a aquel lugar. Si en la Edad Media fueron las torres de las iglesias, en los años posteriores a la guerra civil española, las grandes construcciones destinadas al almacenamiento del trigo han definido el perfil urbano en muchos lugares. 
Su volumetría de grandes dimensiones, su altura, su aspecto cerrado y hermético, y sus colores claros establecen una referencia en el perfil urbano que compite con los grandes edificios religiosos o las torres de los edificios civiles. La imagen de muchas de estas ciudades, desde la lejanía tiene un perfil en el que los silos del Servicio Nacional de Agricultura tienen un papel importante.
La inauguración de la Red la realiza Franco el 6 de junio de 1951 al poner en marcha el silo de Córdoba.

Son edificios de planta rectangular con grandes alturas o con celdas cilíndricas que tienen una presencia singular. Los interiores son espacios industriales de dimensiones impresionantes con la visión de grandes celdas verticales por donde una maquinaria sencilla consigue elevar el trigo hasta la parte superior, desecar el grano, eliminar el polvo y limpiar el grano que debe mantenerse en condiciones adecuadas para evitar su deterioro. Las grandes instalaciones de muchas de las ciudades definen el perfil de las mismas.

Los paisajes de los silos requieren nuevos interiores, espacios imaginativos, usos sugerentes en su interior que mantengan, al menos con carácter ejemplar, en diferentes lugares, una arquitectura que ha marcado la imagen del territorio durante largos años.


La red Nacional de Silos y Graneros 


Se desarrolla en España entre 1940 y 1984, como respuesta a lo que a finales del siglo XIX se dio en llamar el “problema triguero” y a las irregularidades en las cosechas del 32 y el 34. Pero es en los años setenta cuando se cuenta con más construcciones de este tipo y comienza su catalogación. Se han llegado a catalogar hasta 672 silos y 277 graneros en toda España. 

La red finaliza en 1984, cuando se determina el fin el monopolio en el mercado del grano por parte del estado español. 

El origen del silo y el granero como construcciones se remonta a la Roma Imperial con el Porticua Aemilia de 60x487m, sin embargo, el silo moderno no nace hasta 1843. En dicho año Joseph Dart inventa el elevador vertical, de forma que el grano ya no tiene que cargarse en sacos hasta la parte superior del silo, sino que se eleva mediante un sistema de cadenas, cangilones y poleas. Más tarde el problema se traslado a la búsqueda de una construcción barata y resistente al fuego, de ahí que todo ello desencadenase en soluciones que incluían más o menos prefabricación y seriación constructiva. 

Las estructuras portantes se construían con hormigón armado, aunque en ocasiones aparecen soluciones en acero. La estructura del propio silo, el 75% del volumen total construido (y aproximadamente el mismo porcentaje del presupuesto total de la obra) es objeto de debate y se abre un estudio sobre la disponibilidad territorial de los materiales que intervienen. 

La solución habitual es la celda de fábrica de ladrillo armado y en muy pocas ocasiones el hormigón armado o el acero. La solución adoptada es el sistema de Schultz y Kling, ingenieros alemanes que permiten suprimir los encofrados y construir más rápido. Éstos realizaron un estudio de las presiones internas que sufría el material con el depósito de grano a plena carga, asimilando la estructura a vigas de un metro empotradas en sus extremos. 

Obtenida la curva de presiones, estimaron que las paredes interiore de las celdas necesitan armaduras simétricas mientras que las exteriores sólo en la cara exterior. Para rigidizar los encuentros se achaflanan 45º. En ocasiones este sistema no llegó a utilizarse y pueden encontrarse algunos casos en que las celdas están realizadas con muros de bloque de hormigón de espesor medio 26cm.


Las cubierta se solucionaban con cerchas de acero o mixtas. En los silos se utilizan varias soluciones, transitables o no y dependientes de la tipología del silo. En ocasiones aparecían marquesinas o vuelos interiores para proteger las operaciones de recepción de cereal, normalmente se ejecutaban con el conjunto del edificio en acero u hormigón armado. Las carpinterías eran normalmente estandarizadas como puede verse en la planimetría original.

Tipología D,



Esta tipología se encuentra incluida dentro de los silos de recepción, y surge como una evolución combinada de los tipo de silo A y B. Es la tipología más común, de la que se pueden encontrar unos 393 ejemplos en todo el territorio español, en ocasiones en agrupaciones, ya que resultaba más barato la construcción de un nuevo silo que la ampliación del existente. Una mejora en el diseño de esta tipología, aumentó la capacidad del mismo generando dos nuevos subtipos en base, nuevamente al tamaño, al igual que en el resto de tipo de silo.

Sección


La construcción de estos silos es sencilla con celdas y muro de fábrica de ladrillo, y sección cuadrada. El volumen del silo se divide en tres naves, la central en la que se sitúan celdas de menor capacidad conformando un espacio más libre para comunicaciones y paso de maquinaria, y las dos laterales en las que los silos llegan hasta el suelo y cierra el conjunto. El volumen de comunicaciones verticales se encuentra en el frente del edificio integrado en el extremo de la nave central, diferenciándose ligeramente del resto de celdas, por un pequeño volumen saliente. Este tipo de silo tampoco incorpora tren vertical de selección.

por Antonio M Cabrera.



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